En muchas ocasiones, escogemos las novelas con la intención de abarcar historias infinitas, repletas de detalles y sobresaltos emocionales. Les otorgamos, quizás, dones y características especiales por el hecho de contar con más de cien páginas. Al abrirlas, nos imaginamos a nosotros mismos finalizándolas, abrazados al libro y mirando a través de una ventana, mientras la luz que entra nos concede un aire celestial. En esto, puede que uno de los perjudicados sea el relato, condenado al puesto de hermano menor, segunda esposa o suplente que ocupa un lugar que no le corresponde por mérito propio. Sin embargo, no hemos de dejarnos engañar por su aspecto; puede que su extensión nos disuada y el sesgo de los estereotipos gane la partida, pero una cantidad reducida de palabras no significa poca elaboración, ni falta de ingenio. A veces, menos es más.
Si nos preguntan por un relato de Cortázar, probablemente contestemos Casa Tomada o Bestiario, pero yo quiero hablar de Cartas de Mamá, El Perseguidor y Las Armas Secretas. Supongo que hacía demasiado tiempo que lo tenía abandonado en la estantería –mea culpa- y, por esta razón, Cortázar se me había antojado mítico (un buen recurso que utilizar de vez en cuando). Lectura de otra época, velada por mis incursiones constantes en todo aquello que me deslumbra, sea fugaz o sempiterno. Y en este reencuentro espontáneo han vuelto a surgir los guiños cómplices, como huellas invisibles, pero henchidas de señales.
Laura, Luis, Johnny, Michèle y Pierre representan la polaridad y la ambigüedad. Viven en un bucle enfermizo del que no pueden escapar —cada uno por diversas razones—; viajan en él con la naturalidad de aquel que no conoce nada más. Se martirizan y obsesionan por algo oculto, inaccesible para ellos y para nosotros. Todo ello cristaliza en una danza demencial e insana, en una idiosincrasia enigmática que atrae y repele a la vez. «Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy mismo es bastante después de ahora…»[1]CORTÁZAR, Julio. 1993. Las Armas Secretas y Otros Relatos. Barcelona: Primera Plana, p. 23 y, aunque parezca muy obvio, puede que la debilidad y la fortaleza del ser humano no estén tan bien delimitadas. No sabemos muy bien dónde comienza una y acaba la otra; si se funden y, simplemente, interpretamos desde fuera los atisbos que nos llegan o, por el contrario, tales conceptos han sido inventados para torturarnos y dotarnos de moral.
En Cartas de Mamá hay un preludio que nadie nos ha contado, pero que ha brotado —enraizándose como un hongo— entre Luis y Laura. La presencia de la madre es absoluta sin que interactúe de forma real con ambos; sus cartas abren las compuertas al tumultuoso conflicto que guardan desde la muerte de su hermano: «Un lento territorio prohibido se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos de Nico, envolviendo su nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso»[2]Ibíd., p. 9. Lo que parece ser un rasgo de senilidad en la remitente se convierte en el punto de inflexión que paraliza la rutina e inyecta una buena dosis de desconcierto, en forma de pesadillas, remordimiento y culpabilidad. Ese pasado que enterraron en Buenos Aires vuelve en forma de pasajero de un tren y, en cualquier caso, poco importa que sea un fantasma.
«Ando solo en una multitud de amores»[3]Ibíd., p. 35 fue la frase que empleó Johnny para dejar a una de sus conquistas, pero también podría ser un retrato aproximado del genio en El Perseguidor. Su forma de hacer música no es una sustitución, ni un complemento que exalte al todo; parece que la utiliza para explorarse, para asir ese día a día que se le escapa —por propia voluntad—. Como tantos otros, se va consumiendo al compás de la marihuana que fuma y, casualmente, para él no existe el tiempo tal y como lo miden los demás. Desde un punto de vista puramente egoísta, eso no es lo peor; uno puede desaparecer si le apetece, pero es ilícito arrastrar a todo aquel que le rodea. Johnny zarandea sus virtudes y exprime al séquito de fieles que siempre le ayuda a salir a flote, degradando a la mujer que lo soporta en un viejo hotel, sin más champán que un descafeinado. El talento sumo es un arma de doble filo y hay que dominarlo; de lo contrario, el riesgo es demasiado alto.
Por último, nos encontramos con el extraño vínculo entre Michèle y Pierre, dos jóvenes que no tienen nada más que hacer que amarse; aunque «por lo pronto quererse no es nunca una explicación, como no lo es tener amigos comunes o compartir opiniones políticas»[4]Ibíd., p. 75. A medida que transcurre el texto, entrevemos una cerrazón en ella disfrazada de una áspera docilidad; mas su huida constante oculta un profundo miedo. Él la siente lejana y, como si de un narcótico se tratara, esa conducta sólo consigue avivar una estimulación feroz, animal, incisiva. Pierre sufre un desdoblamiento, a modo de doctor Jekyll y míster Hyde, cegándose hasta la ofuscación. En Las Armas Secretas hay una tensión sexual irreprimible en ambos protagonistas, al mismo tiempo que un trauma ensordecedor va resquebrajando el hilo que los mantiene en el abismo. ¿Cómo no hacerse daño cuando el filo de la navaja los obliga a retroceder?
Quizás, mis delirios de lectora me lleven a creer que estos relatos están inacabados, por su asfixia y sus finales inconclusos. Me pregunto si el autor pretendía que, de un modo u otro, estos personajes tuvieran vida después de la muerte, tras el final material y editorial que impone el papel. O, simplemente, hablamos de otra naturaleza o dimensión en cuanto a su forma de hacer literatura.
Título: Las armas secretas y otros relatos |
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