Es de noche. Persianas bajadas. El televisor mudo, para qué tanta mentira. Silencio en el salón. Una silla baja y yo sentado en ella, con las manos frías extendidas hacia la lumbre que arde en el hogar, buscando el calor que me reconforte, la mirada fija en el inquieto y repetido baile de las llamas vivas que nacen de los troncos muertos. En el embrujo que produce la fijeza con la que miro el fuego, me reconozco con nostalgia y resignación en una estampa familiar: mi padre en su vejez, en la misma silla, extendiendo las manos hacia la lumbre, la misma postura, los mismos gestos, y aquella justificación para tenerla encendida en el mes de mayo cuando ya el verano quería hacerse hueco entre una efímera primavera: «La lumbre acompaña cuando uno está solo». Ay, cómo ha de pasar el tiempo para entender lo que el tiempo enseña. Apagados los ecos de las voces que llenaron la vida, el salón es un vacío quieto y silencioso, el fotograma encasquillado de la escena final; y solo el crepitar del fuego, la danza imprecisa y presurosa de las llamas, esa coreografía repetida y desigual que llena el recuadro abierto de la chimenea es lo único que agita la pesada nada de que está hecha la soledad.