Supo que había llegado su momento y que se moría cuando el pitido interminable del reanimador anegó sus últimos pensamientos antes de un contundente fundido a negro. Segundos después y con el corazón encogido escrutó ante su asombro un inacabable desfile de títulos de crédito: director, ayudante de fotografía, amigo#1, novia del trabajo#2….
Tras el «the end » abrió los ojos y observó el frenético trajín de lo que parecían decenas de operarios desmontando el hospital para llevárselo todo: bastidores que sujetaban paredes de mentira, enfermeras de cartulina, fonendoscopios de goma eva; donde se presuponía el exterior las cosas no pintaban mucho mejor: farolas inflables, rotondas de cartón piedra y más gente que, sin pausa, enrollaba metros y metros de acera que resultaba ser moqueta bien dibujada.
Yendo y viniendo, todas las personas que habían transitado su vida se despedían felicitándose mutuamente por sus respectivas interpretaciones. Al final, desamparado en ese lugar desnudo ya de cualquier atrezzo, se encontró solo en medio de un gigantesco estudio a excepción de quien parecía ser un guardia de seguridad que le conminó a acompañarlo mano sobre hombro hasta la única puerta existente al lado un anodino letrero que informaba de la salida.
En un descuido empujó al vigilante fuera de la estancia, cerró y apoyó la espalda asegurando la puerta contra las embestidas de vuelta que propinaba aquel gigantón. Se apresuró a tomar un trozo de servilleta del suelo y comenzó a anotar a improvisación abierta una serie de apuntes al que tituló «guión». Visto lo visto, esta vez sería un arqueólogo pendenciero a lo Indiana Jones, un reputado magnate de negocios o quizás un actor de culebrones turcos de esos de domingo por la tarde mientras no dejaba de preguntarse ¿Y por qué no?