Ella ha decidido vestir una larga casaca negra para el combate. Eso y unas medias oscuras que mueren por encima de sus rodillas, permitiendo que el blanco de sus piernas, junto con su cabello plateado y sus curvas de muchacha, cree un contraste imposible de no ser admirado. Ha pedido que el enfrentamiento se libre en el claro del bosque, donde sería extraño que la brisa no juegue con el vuelo de su vestimenta. Le importa poco a quién hayan elegido de adversario; quienquiera que sea esa misma noche yacerá en el suelo con una de sus dagas clavada en el pecho ante el estupor de los allí congregados.
Él lleva toda la vida practicando. Creció entre el acero y las panoplias. Mentón incisivo, espalda ligeramente encorvada, torso de guerrero macerado de sol a sol durante el adiestramiento; sabe que solo un cuerpo hercúleo como el suyo es capaz de manejar esa espada. La que blandirá finalizado el ocaso en el impropio lugar escogido por su contendiente para dirimir la refriega. Poco le importa en cualquier caso; sea quien sea, morirá atravesado por su tizona ante el asombro de los convocados.
Transcurre el día. Es el momento. Hay dos reyes que decidirán tras esa pelea, merced cada uno a su enviado, quién será el señor de un reino apostado en duelo singular. Llega él, y como suponía, mientras se dibuja entre las sombras la silueta de su contrario no atisba a nadie que le sea rival. Llega ella, y como suponía, cuando deja que la luz de la luna la descubra por completo, él se queda prendado. Todo el mundo guarda silencio. Ni un golpe se intercambia. Anonadados, los ven a los dos marchar. A él con paso firme; y a ella, entregada en sus brazos.