Hacía 25 años desde que la última exposición dedicada a Almada tuviera lugar. Cosa difícil de explicar cuando hablamos de uno de los artistas clave de la primera generación del modernismo en Portugal, fundamental para comprender la evolución de la cultura contemporánea del país vecino tanto a nivel plástico como literario. Es por ello que solo hay que remitirse a su impresionante acogida, con colas de hasta una hora y media para acceder al Museo Calouste Gulbenkian, para darse cuenta de que reivindicar su figura era tan necesario como esperado.
José de Almada Negreiros nace en 1893 en lo que por entonces era la colonia de Santo Tomé y Príncipe. Con tan solo tres años, queda huérfano de madre, tras lo que su padre, escritor de profesión, no duda en ceder la tarea de su educación a un internado jesuita. Contra todo pronóstico, estas dramáticas circunstancias que determinaron su niñez no pusieron freno a su precocidad como artista y en 1911, publica su primer diseño humorístico en la revista A Sátira. Tan solo dos años más tarde, realiza su primera exhibición individual con casi noventa dibujos en la Escuela Internacional de Lisboa, en la que por entonces estudiaba. Allí se fraguaría una de las alianzas más fructíferas de su vida, la de su amistad con Fernando Pessoa, que se encontraba en el lugar para realizar una crítica de los que fueron los primeros pasos como artista de Almada.
Sin embargo, el espaldarazo definitivo para su carrera vendría en 1915 cuando su poema La cena del odio fue publicado por la revista Orpheu. Esta publicación es considerada como la Biblia de las vanguardias portuguesas pese a contar con la peculiaridad de que solo llegaran a publicarse dos números de la misma, lo que con el reclutamiento entre sus filas de personajes de primera línea como el ya mencionado Pessoa, fueron más que suficientes para convertirla en un icono de todos los ismos que en la época convivían dentro de la escena cultural del país.
Dentro de dicha escena, Almada se diferenciaría del resto por llevar el concepto de la modernidad a un nuevo nivel. No en vano, proclamaba que el artista moderno debe estar «implicado en el arte con el cuerpo, la voz y la vida», lo que le hizo adoptar una actitud performativa respecto a lo cotidiano que resultaba enormemene provocativa para la época; algo que hizo que incluso a día de hoy, aún se comenten sus peripecias lisboetas de la mano de su amigo Guilherme de Santa Rita: desde proclamar su manifiesto artístico sobre la mesa de cualquier café a una conferencia futurista inspirada por Marinetti en el por entonces llamado Teatro de la República. En lo que muchos de sus congéneres veían extravagancias, Almada veía una forma de entender la vida, comprendiendo que si se es un artista moderno, se debe ser en todos y cada uno de los ámbitos de la existencia. Así, su variopinta carrera se convirtió en un reflejo de esta creencia hasta el punto de que cada una de sus manifestaciones artísticas y personales de cara al público, fueron concebidas como una parte más del concepto de espectáculo que en su totalidad, confirió a su propia vida. Y es que la modernidad para Almada iba más allá del arte y como él mismo especificaba en una de sus afirmaciones más célebres: «no es una manera de vestir pero sí una manera de ser. Ser moderno no es hacer caligrafía moderna, es ser el legítimo descubridor de la novedad». Por ello, incansablemente buscaría esa novedad en la pintura, la poesía, el ensayo, el baile, el diseño, la escenografía, el dibujo, la ilustración o la dramaturgia, dándole una nueva dimensión a lo que supone ser eso que llaman un artista total.
Tan importante es esta filosofía de vida para entender su obra y su persona, que la que supone la mayor retrospectiva jamás realizada sobre su figura ha sido bautizada como «Una manera de ser moderno». Aunque si algo llama precisamente la atención de la trayectoria de José de Almada es que esa manera de ser moderno es múltiple y absolutamente heterogénea; algo patente en cada una de las facetas que se nos muestran dentro de este trabajo museográfico que, como reconoce la propia comisaria de la exposición, Mariana Pinto dos Santos, quería ser exahustivo y que sin duda, lo consigue. Reuniendo más de 400 obras, muchas de ellas inéditas, la exposición acapara las dos Salas de Exposiciones Temporales de las que dispone el Gulbenkian y da la sensación de que aún así, el espacio se le queda corto. Es tal la recopilación de obras que por momentos resulta abrumadora, hasta el punto de recordar a los primigenios salones de París que en pleno siglo XIX hacían las delicias de las altas esferas francesas con sus obras apelotonadas por doquier. Sin embargo este horror vacui modernista lejos de repeler, engancha, guiando al visitante en un recorrido diferenciado en ocho grupos temáticos por el que se avanza casi hipnotizado ante la inmensa variedad de formatos y estilos que era capaz de manejar el artista. Prueba de ello es que se pueden contemplar desde ejemplares de sus manuscritos a pinturas, dibujos, bocetos para murales y tapices, carteles propagandísticos, diseños de vestuarios y escenografías para obras teatrales, azulejos, y hasta vidrieras. Porque José Almada tampoco dudó en tomar los espacios de la propia Lisboa como lienzo y paradigmáticos son los ejemplos de la pintura decorativa para el mítico café A Brasileira, las vidrieras para la Iglesia de Nuestra Señora de Fátima o los murales de la Faculdad de Letras de la Universidad de Lisboa.
La influencia del cubismo es clara, así como la del futurismo, y durante el transcurso de la exposición asistimos a su experimentación desde lo figurativo a lo abstracto, así como a su predilección por la investigación matemática y geométrica e incluso a una combinación de todos estos aspectos que se dan en obras como el archiconocido Retrato de Fernando Pessoa (1964).
La obsesión por el retrato, ya fuera propio o ajeno, se deja sentir en todas las técnicas y estilos posibles, pasando de los realistas a cubistas; eso sí, sin dejar nunca de lado el énfasis en los ojos. Unos ojos que a veces sirven para transmitir toda la fuerza de su arrollador carácter en sus aurretratos para un segundo después, convertirse en el balcón a un interior que parece impregnado de una sútil tristeza, a caballo entre lo contemplativo y la melancolía. Un estado del ser que en Portugal conocen tan bien que hasta tiene nombre propio: la saudade. Es el caso de sus arlequines sin nombre y otros personajes del mundo circense, pero también de aquellos marginados de la sociedad a los que plasma en momentos de desesperación, ambos temas recurrentes en los primeros ismos del siglo XX y de los cuales artistas como Picasso -en sus periodos rosa y azul-, rindieran buena cuenta de ellos.
Aunque lo que prima en cuanto a cantidad expuesta es el Almada más plástico, también hay espacio para encontrarnos con el literato quien, como dramaturgo, escribió e ideó puestas en escena de exultante creatividad. Podremos contemplar, por ejemplo, sus bocetos para la pieza Antes de comenzar(1919), manuscritos de sus poemas o una copia del célebre Manifiesto Anti-Dantas (1916), donde criticaba de manera implacable el academicismo de la cultura portuguesa que impedía la fructiferación de nuevas corrientes artísticas. Es precisamente esta incompresión de su arte por parte de la escena cultural lisboeta más clasista, lo que le impulsaría a buscar nuevos horizontes más allá de sus fronteras, primero en París, entre 1919 y 1920, donde retomó fugazmente sus formación como pintor, y más tarde en Madrid, a donde llegó en 1927 en plena eclosión de la Generación del 27 y de las tertulias de los cafés madrileños. Allí contó desde el inicio con el respaldo de Ramón Gómez de la Serna, que por aquel entonces presidía las afamadas tertulias del Café Pombo.
Cuando en 1970 muere de un infarto en el Hospital San Luís de los Franceses de Lisboa, dice la leyenda que lo hace en la misma cama donde muriera su amigo Pessoa. Ese 15 de julio moría así, por segunda vez y en el mismo lugar, una pieza clave del complejo puzzle del modernismo, ese mismo que hoy, gracias a esta brillante retrospectiva, resurge en todo su esplendor. Si aún quieres saber más sobre cómo era posible convertirse en el epítome de la modernidad mucho antes de la invención de la palabra hipster, no te queda más remedio que escaparte a Lisboa antes del 5 de junio y comprobar por ti mismo cómo los ojos de Almada no eran los suyos, sino «los ojos de nuestro siglo».