La 33ª Mostra Internacional de Films de Dones de Barcelona (MIFDB) sigue siendo cada temporada el espacio donde el cine femenino encuentra su altavoz crítico y desafiante. El lugar de encuentro de directoras de ayer y hoy que confluyen en sus miradas por una sociedad más igualitaria y feminista, promoviendo un cine activista y de compromiso sociopolítico. En este Vol I (el 2 será en otoño) la retrospectiva se ha dedicado a Sarah Maldoror, la histórica directora francesa de ascendencia africana que siempre mantuvo una línea reivindicativa de la cultura negra y la descolonización.
Pero la directora libanesa Heiny Srour (1945), se ha convertido también en un gran pilar de esta Mostra por la calidad y vigencia de su película Leila y los lobos a la que acompañó durante la proyección y debate posterior en la Filmoteca de Catalunya. Película restaurada recientemente que reflota con fuerza por la convulsa situación de oriente próximo recrudecida con especial virulencia y que ya plasmó en 1984 a través del conflicto histórico con la invasión de Israel a Palestina y Líbano.
La cineasta expresa con firmeza en mi cuestionario realizado en el marco de la Mostra que desea ser bien traducida para que sus pensamientos sean interpretados de la forma correcta. Se siente molesta por traducciones automáticas en el pasado que no la representan o le hacen parecer estúpida. Actitud que denota una personalidad de firmes convencimientos que desea que sigan vigentes y fieles a sus ideales, velando para que se corrijan malentendidos o errores en las redes.

Srour se convirtió en la primera cineasta árabe seleccionada en el Festival de Cannes y lo hizo con L’heure de la libération a sonné en 1974, un audaz documental adentrado en el corazón de la provincia de Dhofar en el sultanato de Omán. Un trabajo que registró la sublevación de la población contra el sultán Said ibn Taimour que había sumido a la población en un estado feudal, de pobreza, aislamiento y represión extremos. El interés económico de las reservas de petróleo por occidente provoca un golpe de estado para derrocar a Taimour colocando a su hijo, de gran afinidad con los británicos. Este hecho recrudece la situación y radicaliza al Frente Popular de Liberación de Omán, desencadenando una revolución en el país en 1968. Con su presencia en la Semana de la crítica, Srour expresaba en una entrevista de Monique Hennebelle hace 51 años: “La zona liberada (Dhofar) está sumida en una verdadera tentativa de genocidio. Es necesaria una llamada de atención sobre una situación que la prensa internacional se esfuerza en ocultar”. Asimismo, su pensamiento se manifestaba de forma contundente: “es enemigo del pueblo todo cine hecho por los neutros al modo de los ricos que quieren tener sus manos limpias. Es enemigo el cine que no habla de la opresión nacional y social en todas sus formas, incluida la opresión femenina”.
En la actualidad, a sus ochenta años, me comenta que ya no es tan dogmática, pero sí mantiene la solidez en torno a “la responsabilidad del cineasta hacia todas las formas de opresión, incluida la femenina”. Entiende el cine con un objetivo puesto en la denuncia de la vulneración de derechos humanos. Un cine que aboga por la persistencia, la resistencia política que implica a la cultura como vehículo de denuncia y no sólo de espectáculo.

Este documental, con un tono didáctico y de propaganda, expuso los ideales revolucionarios del Frente impulsados además por el ejemplo cubano y vietnamita adoptando un programa de reformas sociales, educativas, feministas y democráticas. Heiny Srour acometió el proyecto al entrevistarse con un representante del Frente observando con entusiasmo la existencia del importante papel femenino en la lucha que liberó esa provincia por unos años debido a su permanente empeño en visibilizar a la mujer silenciada, luchando por difundir su cultura y promover la ruptura de las tradiciones que la han sometido históricamente. «La revolución se mide por el grado de liberación femenina».
Conseguir financiación se convirtió en un proceso arduo y complicado debido a las sucesivas negativas que fue encontrando en sus entrevistas con productores en Francia, país donde había realizado estudios universitarios en la Universidad de la Sorbonne. A mis preguntas responde que la tildaban de loca por ese proyecto tan valiente, desarrollado en un terreno en pleno proceso bélico con las fuerzas británicas donde nadie se había atrevido a rodar. Tan fuerte e insistente fue la falta de apoyo y la nula credibilidad en su proyecto durante dos años –hasta comenta que se sintió cosificada por el trato sexista que la animaba a dejar la dirección y dedicarse a la actuación por su belleza– que temió ser considerada realmente una demente y verse obligada a ingresar en un centro psiquiátrico como le ocurrió a la poeta, ensayista y pionera feminista palestino-libanesa May Ziade o a Camille Claudel, según se va acordando mientras habla con pena de esa época de mucho sufrimiento. Cuenta que en esos años la visibilidad de cineastas mujeres era muy limitada, reduciéndose sólo a Agnès Varda y Vera Chitylová, lo cual dificultaba su valiente empresa.
Su escasa formación en cine y pretender rodar bajo los bombardeos del ejército británico en la línea roja de Dhofar se veía como un suicidio cinematográfico más que como un propósito realmente de acercamiento documental a procesos de sublevación rebelde in situ. Habla de su último y desesperado intento que tuvo apoyo por parte del fotógrafo y periodista Roger Pic, un documentalista famoso por sus trabajos anticoloniales en América latina, China o Vietnam. Vistiéndose y maquillándose para aparentar ser mayor por las desagradables experiencias anteriores, la respuesta de Pic fue: «Creo en el proyecto».

Y así comenzó la odisea de un rodaje sin precedentes en el cine en los que Heiny Srour habla de las penalidades y la dureza de caminar con su equipo y pesado material durante ochocientos kilómetros para penetrar en el centro neurálgico de la revolución. L’heure de la libération a sonné se convierte en testigo de primera mano de los avances sociales en esas comunidades que rueda la cámara de Srour, en los que la mujer toma las riendas de la lucha armada, habla de su situación de sometimiento patriarcal y forma parte de una esperanzadora sociedad más igualitaria donde la alfabetización constituye un pilar fundamental, así como el deseo de independencia política y un espíritu de régimen democrático.
Su otra película más conocida es la nombrada Leila et les loups (Leila y los lobos), un trabajo que tampoco estuvo exento de problemática en cuanto a la temática elegida –una de las características de la férrea personalidad de Srour, que iba muchas veces en su contra–, las localizaciones y financiación. En este clásico libanés se realiza una inmersión simbólica desde los 20 hasta los 80 del s. XX relacionados con el eterno e injusto conflicto por la ocupación israelí de Líbano y Palestina. La realizadora se propone una obligada reescritura de la memoria colectiva feminista relacionada con esos hechos históricos, así como, con una narración que va del presente al pasado constantemente, profundizar en la aportación invisibilizada de la mujer a la resistencia. La protagonista, vestida de blanco con aire espectral, se pasea por distintas épocas que convulsionaron la zona (desde el levantamiento contra los británicos, la Nakba palestina de 1948 o la guerra civil libanesa) siendo testigo del rastro femenino que nunca había salido a la luz. Su imagen de blanco frente a esas mujeres vestidas de negro hasta tapar su rostro en la playa con un sol abrasador mientras sus maridos e hijos disfrutan de un baño, conforma un plano revestido de una poderosa e inolvidable fuerza visual y profundo contenido. Imagen que debería haber pasado a la iconografía cinematográfica y feminista desde el mismo momento de su gestación. Srour insiste en que apreciemos que existe una escena donde el patriarcado también tiene sus consecuencias nefastas en el hombre.

En esta gran película se entrelazan imágenes de archivo con extractos del documental Under the Rubble (1983) de Mai Masri y Jean Khalil Chamoun sobre la ocupación israelí de Beirut que asoló la ciudad, junto a dramatizaciones de mujeres para reclamar la lucha de estos dos países bajo un mosaico de religiones, el peso de la tradición, el mandato británico y los abusos repetidos de Israel. La procedencia judía de la directora le produjo el primer obstáculo, ya que parte del rodaje se realizaba en algunas aldeas de Siria. Allí, ser judía le impedía que le dieran la licencia para rodar, según cuenta haciendo un gran alarde de memoria. Sin embargo, lo consiguió, no sin recibir fuertes vapuleos que sufrió su equipo y las figurantes.
Se queja de la “escasa profesionalidad del equipo de rodaje sirio”, del constante miedo a ser disparados y de una situación muy desagradable cuando fueron confundidos con manifestantes y periodistas en un ruidoso ensayo de las mujeres contra la ocupación israelí. Su fuerte carácter la llevó a enfrentarse ante un hombre gigante armado al que gritó: “¿No te sientes avergonzado? Llevo dos horas tratando de hacer que interpreten. ¡Viniste a arruinar mi película interrumpiéndome! ¡Esta es la mejor película del mundo árabe!”.
Valentía de una mujer en un entorno machista, en un rodaje con unas condiciones precarias, muy vulnerable, a los que se sumó la negativa a rodar de muchas de sus mujeres por miedo. Más tarde fue consciente de que el asistente de dirección sirio, bajo un influjo “baazista”, las había amenazado con despedirlas a ellas y sus maridos de la fábrica donde trabajaban para que participaran forzosamente. Hecho que no le gustó en absoluto y que se le escapó de sus manos, así como se duele al recordar que “con el poco dinero de que disponía, tenía que actuar de manera muy autoritaria. Pero me salió una película maravillosa. Siempre he luchado por obtener presupuestos adecuados”.

“Todavía estamos bailando la danza de la muerte en Oriente Próximo”
También recuerda los problemas para culminar Leila y los lobos. El director sirio Omar Amiralay fue un gran apoyo, pero le aconsejó ocultar su origen judío si quería que se estrenara la película. En Siria no lo hizo, pero sí lo hizo sin apenas recortes en muchos países como Marruecos, donde causó un gran impacto en foros feministas siendo de gran influencia, fomentando debates tras su proyección. También en Abu Dabi, Kuwait, Túnez en su tiempo, doliéndose y estando defraudada después por la censura en los países implicados en el acuerdo de Abraham.
El baile que cierra la película representa un momento destacado. La mujer vestida de blanco es zarandeada de unos hombres a otros vestidos de negro y como esqueletos. “Es como una profecía ese baile. Todo lo que está sucediendo en Oriente próximo. No importa si miras a Irán, Turquía, Siria, Líbano, Israel o Palestina, la religión se utiliza para fines políticos”. Terrible situación actual profetizada en el cierre con ese lúgubre baile en el viaje imaginario de la protagonista. “Todavía estamos bailando la danza de la muerte en Oriente Próximo”, comenta la directora. “Leila y los lobos es un puente hacia la paz”. Y se sincera a mi pregunta sobre la actualidad condenando el genocidio palestino, la actuación durante 75 años de los gobiernos israelíes, la constante violación del derecho internacional y la falta de cooperación y apoyo insuficiente de occidente.
En su despedida insiste en que quede reflejada esta cita de Hannah Arendt: “La muerte de la empatía humana es uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de descender en la barbarie”.

Heiny Srour proseguiría en su línea cinematográfica de temáticas incómodas y radicales, de tendencia política, enfrascadas en proyectos ubicados en contextos de riesgo y liberación como Vietnam, con personajes disidentes y contestatarios, como otros que se vieron frustrados por una hostilidad hacia su trabajo que casi le causa la ruina. En la actualidad su obra ha sido restaurada con su colaboración y la de la Cinémathèque francesa regresando un tipo de cine en desuso, nada comercial y comprometido políticamente. La directora libanesa esquivó un destino femenino en Líbano marcado por la ausencia de escuela, de un matrimonio forzoso formándose y armándose de valentía y conocimiento para ofrecer historias ocultas y nada habituales.
Recompuso la memoria colectiva feminista en lugares y tiempos invisibles. Afortunadamente la actualización de su obra le devuelve de alguna forma su sitio restituyendo su memoria para ocupar el lugar que merece en la historiografía fílmica esta directora que aún persiste hasta el final.
