Sabemos, al menos desde Jacques Derrida, que la clase de luz (natural o artificial) bajo la que uno escribe no es una cuestión baladí. Claro que esto también interesa al momento, al instante o al segmento temporal en el que se produce la escritura. No es irrelevante que se escriba de noche, como no lo es que de noche se viva. Le ocurría esto a Djuna Barnes (1892-1982), una de las escritoras más importantes del siglo pasado y, según ella, la «desconocida más famosa», que era muy neoyorkina, de hecho vivió y murió allí. Pero en medio de la primera Nueva York y de la última, ocurrió París, y su mejor novela y también una de las mejores de un siglo, como el pasado, en el que se amontonaron las grandes novelas. Hablo de Nightwood, El bosque de la noche, que se publicó en 1936. Sin embargo los que ahora nos ocupan son sus artículos periodísticos, los de una muchacha de veinte años empeñada en atrapar la ciudad con su prosa. María de los Ángeles Cabré, que firma un bello prólogo a esta colección, ha insistido en la notable diferencia entre esta escritora que se inicia y la artista parisina. No voy a discutir con un texto que, mencionando la muerte de Barnes, termina así: «Dejaba una estela semejante a la de un cigarrillo que humea al extremo de una elegante boquilla de marfil.»[1]En BARNES, Djuna: Mi Nueva York 1913-1919. Elba, Barcelona, 2018, p. 20 Pero creo que son además muchas las cosas que unen a Djuna(a) y a Djuna (b), y, prefacio por prefacio, la clave de esa solidaridad nos la puede dar el de T.S. Eliot a su novela, verdadero salvoconducto hacia el Olimpo del modernismo literario: «Decir que El bosque de la noche gustará especialmente a los lectores de poesía no significa que no sea novela, sino que es una novela tan buena que sólo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente.»[2] BARNES, Djuna: El bosque de la noche. Seix Barral, Barcelona, 1992, p. 8 Y esto es lo que enlaza a Djuna(a) con Djuna (b), una cierta calidad poética en su compromiso con el lenguaje.
Puede que esta disposición de los afectos hasta explique a Djuna (c), una anciana huraña y reducida a un casi completo anonimato, con carta de ciudadanía en la más sórdida indigencia. Y es aquí donde retomo mi inicio en torno a la iluminación y el instante de la escritura. Barnes es una habitante de la noche, en realidad regresa a Nueva York herida de la noche más añorada, de la más salvaje, canalla, hedonista o refinada. Barnes vuelve herida de una herida de fuego que se llama París. Nada ya podrá parecerle lo bastante brillante o lo bastante luminoso a partir de entonces. Como que habitar la noche, igual que lo hace la escritora, significa hundir muchas naves, cerrarse el acomodo a otras vidas y otras iluminaciones. Es verdad que algo de ese sentido de posesión nocturna nos lo puede entregar Nueva York. Lo hizo desde luego para Thomas Wolfe, en ese borde afilado de la vida en el que además nos hemos dado cuenta de la muerte: «Pues había algo vivo en la tierra que sólo se percibía de noche. Había una marea oscura atravesando los corazones de los hombres. Una ola salvaje, extraña y gozosa que barría la inmensidad dormida de la tierra, me había hablado a través de mil insomnes en la noche, y el lenguaje de toda su oscuridad y sus idiomas secretos estaban escritos en mi corazón».[3]WOLFE, Thomas: Hermana muerte. Periférica, Cáceres, 2014, p. 87 Pero las presunciones de Wolfe, la severidad del duelo, no son las de la joven Barnes, pues como ella misma escribe: «Decir «¿Cómo está usted?» es la parte instructiva de la vida. El adiós es sólo el punto final de un párrafo que ya no necesitamos.»[4]Mi Nueva York, p. 122 ¿Insensible? No, una ética y una estética de la crueldad con la que ella misma se amuralla y se protege de los fariseos, de los hipócritas y de los pelmazos. La prueba es que este pensamiento no nace en una fiesta chispeante, sino en la crónica de un crucero por Manhattan que le lleva hasta los vertederos, el manicomio y el asilo de ancianos. Y ella parece ser consciente de que una exposición a una luz muy fuerte nos puede convertir a cualquiera de nosotros en un resto, en despojo entre otros despojos. Es inevitable que nos atraiga entonces en sus artículos neoyorkinos como un pronóstico de lo que será la aventura de París: «Hay momentos en la vida de todos que deben vivirse en francés».[5]Mi Nueva York, p. 76
Vivir la noche de la ciudad es ser consciente, a pesar de toda la embriaguez, de que se puede bailar de muchas maneras el tango en ella. De que hay un tango modoso, adaptado a cierta respetabilidad burguesa, y hay otro que es iniciación al amor y al cuerpo, febril y exaltado. De eso es de lo que habla a Djuna(a), de «la pequeña comedia de la vida, la gran tragedia de la comedia: la noche bohemia, el día de Washington Square. La melancolía es el único signo de lealtad a algo en lo que un día creyeron. (…) Lo auténtico y hermoso mezclado de manera atroz con lo que es falso; un maravilloso y terrible revoltijo sobre la mesa de la vida.»[6]Mi Nueva York, p. 98 Esto es lo que hallará Djuna (b), como una anhelada confirmación, en la rive gauche. Y no estuvo sola en ese hallazgo, sino bien rodeada, amada, abandonada también por otras, porque no se privó de ninguno de los placeres ni de ninguna de las amarguras en su experimentación, como recuerda Andrea Weiss, entre otras historiadoras, de ese periodo de autonomía cultural y vital femeninas: «En el proceso de búsqueda y creación de las condiciones que les permitieran amar, trabajar y vivir, esas mujeres transformaron la ciudad misma. Para ellas, París no era ni una joven cocotte de fantasía, ni una vieja amante de cliché ni la musa idealizada que los poetas imaginaban. Durante casi medio siglo, París fue mujer, una mujer inteligente, creativa, fascinante.»[7]WEISS, Andrea: París era mujer. Retratos de la orilla izquierda del Sena. Egales, Madrid, 2014, p. 35
Y esto es lo que tal vez no se perdonará nunca Djuna (c), haber sobrevivido a esta luz excesiva, a la compañía de la gran literatura. Porque a esto se envejece casi siempre mal, si es que alguna vez es posible envejecer mejor de verdad. Desde el mismo título, Nightwood es una novela en clave, cosida a determinados nombres, por ejemplo a la amada Thelma, y a ciertas conversaciones, como nos subraya Alice Barcella a propósito de su inclasificable Almanaque de las damas: «Modernist novelists, Imagist poets and avant-garde artists were no doubt Barnes’s closest personalities, the ones who influenced her style and also made her grow as an independent author. This does not mean that Djuna Barnes’s works only consisted in a collage of modernist and avant-garde experiments, but also in a personal processing of her own life experiences translated in a symbolic and (often) cryptic language. Thus, it is easy to understand how difficult it is for readers and translators to catch the meaning of stories and episodes narrated in her books, especially if they come from the elitist spaces she used to share with the others expatriate intellectuals.»[8]BARCELLA, Alice: The Icono-Textual Celebration of the Woman in Djuna Barnes’s Ladies Almanack, en International Journal of Gender and Women’s Studies June 2017, Vol. 5, No. 1, p. 122 Mi conjetura es que todo, en estos artículos de principiante, prepara para una charla trémula con un médico irlandés travestido, que es tal vez el capítulo central de El bosque de la noche, hasta el punto de que podemos asegurar que las preguntas que allí no son respondidas no lo serán jamás, y que parte de la riqueza extraviada de esos vagabundos del espíritu consiste en volver a casa con las manos vacías. También nosotros nos podemos decir Watchman, what of the Night! De la noche, qué hay.
Siempre que he leído El bosque de la noche, y lo he hecho por lo menos en tres ocasiones, no he podido evitar el recuerdo de aquella canción que cantábamos cuando éramos niños: «Jugando al escondite/ en el bosque anocheció. /El cuco cantando/el miedo nos quitó.» Porque esto, el arte, el canto, es lo único que nos permite esquivar la angustia, siquiera por un instante, cuando nos hemos acostumbrado a la noche en la ciudad: Life, the permission to know death.[9]BARNES, Djuna: Nightwood. Faber & Faber, London, 1936, p. 122 Creo que es de eso de lo que tratan también estos preciosistas apuntes juveniles. No de las palabras, que las tenemos, y en gran cantidad, sino de esa alquimia entre el vivir y el morir, que es algo que tal vez aprendes de viejo, si es que no estás ahíto de palabras, o puedes hacerlo de golpe, antes de tiempo. ¿Y cuándo es antes, y cuándo no es ya tiempo, si hablamos del morir al que nos ha dado permiso la vida?
Estamos de repente en Chinatown, también allí, no sólo en el remilgado Arcadia, Et in Arcadia ego, ni en la trepidante Coney Isle, desde la que nos sonríe, con una especie de cinismo alucinado, un amarillento y ajado cartel de Steeplechase, también en Chinatown, cuajado de leyendas y de peligro, suena un tango: «Empezó a sonar la música, distorsionada más allá de toda proporción, al arrancar de las teclas de un piano desvencijado un tango, en golpes cortos y espasmódicos.»[10]Mi Nueva York, p. 55 Son muchos los bailes, los tangos, las noches dentro de la noche, si nos preparamos para la pálida luz de la mañana. Si evitamos que la nostalgia no nos devore el hígado cada día, bien atados a la roca del alba.
Título: Mi Nueva York 1913-1919 |
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Referencias
↑1 | En BARNES, Djuna: Mi Nueva York 1913-1919. Elba, Barcelona, 2018, p. 20 |
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↑2 | BARNES, Djuna: El bosque de la noche. Seix Barral, Barcelona, 1992, p. 8 |
↑3 | WOLFE, Thomas: Hermana muerte. Periférica, Cáceres, 2014, p. 87 |
↑4 | Mi Nueva York, p. 122 |
↑5 | Mi Nueva York, p. 76 |
↑6 | Mi Nueva York, p. 98 |
↑7 | WEISS, Andrea: París era mujer. Retratos de la orilla izquierda del Sena. Egales, Madrid, 2014, p. 35 |
↑8 | BARCELLA, Alice: The Icono-Textual Celebration of the Woman in Djuna Barnes’s Ladies Almanack, en International Journal of Gender and Women’s Studies June 2017, Vol. 5, No. 1, p. 122 |
↑9 | BARNES, Djuna: Nightwood. Faber & Faber, London, 1936, p. 122 |
↑10 | Mi Nueva York, p. 55 |