Alguna vez tuvo alma, puedo dar fe de eso, no me preguntes cuándo ni dónde la perdió, yo no se la robé. Ahora es etérea, pero no fue repentino. Venía de atrás. Mira la mano que sujeta la copa. No parece la misma que aplaudía con la música que tanto amaba, que acariciaba a vuestro bebé, que sostenía el pincel chorreando colores, que enredaba tu pelo y arreglaba tu corbata, que tapaba su rostro para que no la vieras llorar. Mira esa sonrisa triste, que no le llega a los ojos, forzada para el instante. Es ella, pero no es. Nada que ver con su alegría brillante y su rostro amable con todos, con su modo beatífico de ser. Mira esos hombros sin energía, esa postura vencida. Ahí ya cargaba con un peso invisible para los demás. Y la falda arrugada y los zapatos sin lustre… ¡ella! Observa el pelo descuidado, falto de horquillas. Y las flores del jarrón sobre la mesa. Inconcebiblemente mustias, sin gracia.
No. Yo no le robé el alma, solo traté de apoderarme de su belleza, esa que decidió entregarte para siempre.
Quiero que te reconozcas como el único culpable de todo esto. De su frágil transparencia, de su vacío interior, de su transformación en una cáscara sin vida. Tú, que la encadenaste con ese anillo en nombre de un amor que no le sabías demostrar, que ni siquiera sentías, que la condenaste a morir por dentro de desilusión. Que me la arrebataste.
Y de eso quedará también constancia. Por eso será esta imagen suya, donde ya casi ni se la ve, donde parece un fantasma, lo último que mires antes de que te dispare a ti.