“Es necesario el uso de cadenas. Anís Las Cadenas”[1]RICO, Manuel. 2020. El lento adiós de los tranvías. Madrid: Ediciones Huso, p. 106 y un mapa de España rodeado por una larga fila de eslabones salpicaba con sarcasmo la frase de un anuncio de los años sesenta del siglo pasado. Esa era la situación de un país cansado y detenido en un limbo de imágenes grises, que miraba escéptico -o extasiado, eso siempre depende del observador- a una Europa que avanzaba por otros derroteros. España era un pueblo grande “con sus calles empedradas, sus viejas palomas, sus niños limitados por el precario horizonte”[2]Ibíd., p. 113 y el referéndum de diciembre de 1966 no representaba más que otra pantomima del régimen de entonces.
Entre tanto, Mario Ojeda, con la ayuda de Rosa y su amigo Eguren, pretende hallar el paradero de un conocido dibujante que dejó de “existir” tras la guerra civil. Las huellas que perduraron también fueron difuminándose en una posguerra de silencio y precaución, pero para un periodista hastiado del trabajo administrativo, no hay razón que disuada su propósito. ¿Qué fue de Eladio Vergara?, ¿resulta extraño que Ernesto Vázquez sea alguno de los pseudónimos que empleó para escapar de la censura?, ¿se puede establecer alguna lógica en la conjunción de los hechos que se suceden en sus pesquisas o son sólo el fruto de la casualidad y su espejismo?
Es muy fácil devorar las páginas de “El lento adiós de los tranvías” (1992), de Manuel Rico (Madrid, 1952). Lo que hace destacable a esta novela no es sólo su ritmo trepidante de intriga y misterio, sino esa nostalgia que impregna cada capítulo; esa misma que no envejece, a pesar de los años y los cambios. Del mismo modo, al lector no se le escapará ese homenaje a los intelectuales que, exiliados o desaparecidos, no abandonan jamás su causa: la cultura. Así lo hace, en cierto modo, el protagonista, con su perseverancia y el riesgo a ser arrestado por no seguir la línea establecida; fiel a sí mismo y a aquellos que, en sus obras, serán inmortales.
A todo ello, hemos de sumar las continuas alusiones a la Ciudad Lineal de Madrid y a Arturo Soria, a esa utopía progresista que persiguió dar solución a una problemática común: vivienda y transporte. Esta ciudad alternativa, como modelo urbanístico moderno, se convierte en un espacio no sólo literario, sino escénico, por el que pasean los personajes y se sitúan enclaves decisivos para la trama. De hecho, en ella se ubica un viejo caserón repleto de polvo y restos de una vida aparcada, que se convertirá en la obsesión de Mario, hacia el que sentirá una atracción ineludible y constituirá el foco de una incesante búsqueda.
A colación de lo mencionado, uno de los símbolos de avance e industrialización en cualquier metrópoli siempre han sido los medios de locomoción. “Aquellos habitantes de hierro, pintados de verde o de azul”[3]Ibíd., p. 36 que, con su chirriante traqueteo anunciaban su paso y recorrían el entramado arterial de los recovecos anatómicos de las urbes, son el refugio o la cápsula del tiempo que traslada a Mario a una infancia más benévola, más desprovista de preocupaciones. El viejo tranvía, “un animal metálico y dormido”[4]Ibíd., p. 36, cansado y con las articulaciones machacadas en el ir y venir entre épocas, colapsado de historias de transeúntes anónimos, enemigo de nadie, estoico; el viejo tranvía se despide de Mario y de todos los que, como él, se adaptaron a una posguerra larga, a una incertidumbre demasiado contenida.
Con la distancia generacional que merece este texto narrativo, es muy difícil no claudicar ante el encanto incuestionable del papel; el papel como fuente de información, como testimonio material de noticias, sucesos y memoria. Mario, Rosa, Eguren y todos los que habitan la colmena de una ciudad que ansía ser cosmopolita en la aridez de una dictadura, conocen el mundo a través de periódicos, revistas, semanarios, hojas parroquiales, panfletos, máquinas de escribir e imprentas que dan algo de luz en una década donde los ordenadores e Internet forman parte de un futuro inaccesible y lejano, muy lejano.
“El lento adiós de los tranvías” es una novela necesaria, una alegoría del franquismo marchito, pero resistente. Su autor inició su labor literaria en los años ochenta, publicando poesía, narrativa y ensayo; y colaborando en El Mundo, El Independiente y El Sol con artículos culturales y críticas de narrativa extranjera. Entre sus obras, se pueden destacar sus primeros libros de poemas “Poco importa romper con las alondras” (1980) y “El vuelo liberado” (1986), o su novela “Mar de octubre” (1989). Con “Los filos de la noche” (1990) fue finalista del primer premio de novela Feria del Libro de Madrid y con “Papeles inciertos” (1991) obtuvo el premio Ciudad de Irún. Una larga lista de galardones engrosa su currículum como escritor reconocido, cuyos títulos prosperan a lo largo de varias décadas, como “La densidad de los espejos” (1997), “Verano” (2008), “Fugitiva ciudad” (2012) o “Un extraño viajero” (2016). Él mismo ha llegado a manifestar en alguna entrevista que, durante un período de tiempo, fue un escritor a la espera. Su infancia, en un barrio de la periferia de Madrid, no estuvo surtida de estanterías repletas de libros; sin embargo, esto no impidió que pronto se interesara por Juan Ramón, Unamuno, Azorín y Machado. Se formó y aguardó su turno, sobrevivió a decepciones y fracasos editoriales, alternando política y literatura, hasta que fue haciéndose hueco en el terreno literario de nuestro país.
Como síntesis y parafraseando a José María Merino, esta obra trata de “hacer palpable una época oscura de nuestra historia reciente”. Olvidar impide avanzar. Avanzar es cuestionar la foto fija que nos ofrece una sola perspectiva.
Título: El lento adiós de los tranvías |
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