Abandono el agujero con la primera oscuridad de la noche. Me tomo unos minutos para contemplar un cielo negro punteado por millones de estrellas. La Vía Láctea luce con todo su esplendor, y es una de las pocas sensaciones placenteras a las que puedo entregarme en el exterior. El espectáculo que contemplaba en mi niñez y que desapareció con la desmedida iluminación de ciudades y pueblos ha vuelto desde hace unos años, aunque en condiciones muy distintas: si antes admiraba la grandeza del Universo, ahora detesto la mísera, soberbia y estúpida pequeñez humana.
Me tumbo sobre el suelo desolado, todavía caliente, y tomo a bocanadas un aire pretérito cargado de aromas que ya no existen. Escucho algunas voces, primero susurros, después más osadas; aún se pueden escuchar carcajadas, pocas; los lamentos son más, aunque ya no sirven de nada. Nunca sirvieron los lamentos, solo valía la acción, que no se dio. Así nos va.
Lo único que parece inmutable, el único espejismo que por momentos nos hace creer que nada ha cambiado, es este cielo nocturno. Quienes disponen de trajes autorrefrigerados todavía pueden aventurarse de día a través de una ciudad medio fantasma. Quienes no podemos pagar la energía necesaria para mantener habitable una casa hemos tenido que abandonarla y refugiarnos en los agujeros que el Estado ha excavado en la ladera de la montaña. El círculo de la humanidad se está cerrando.