El día rompe el horizonte con un tímido rayo de luz que evapora sin prisas las gotas que el rocío depositó sobre las piedras del Valle. Le hubiera despertado el insistente trinar de los pájaros si no fuera porque hace horas que yace despierto sobre la verde hierba que alfombra el suelo. El molino le espera, y el día es largo.
Aburrido de vigilar el imperturbable girar de la solera le da igual el viento; si soplará o no; o si la ventura querrá que se lleve en volandas el mortero. Solo le importa reseguir con las yemas de los dedos su herida y ver si aún sangra para enfundarse la improvisada armadura de hojalata y esperarla con todo dispuesto; la última batalla se cobró dos arañazos traiconeros.
Otea a lo lejos. Recuerda aquella mañana de agosto en que la vio por primera y única vez: ella le dijo que estaba de paso, que veraneaba por Ciudad Real, y que se había parado a leer un rato. Sonrió al mostrarle el libro y le confesó que de vacaciones por aquellas tierras no cabía otra que las aventuras del Ingenioso Hidalgo.
Desde entonces, el mozo cada mañana coge un palo largo y arremete contra el gigante. Solo por si la casualidad obrara que ella apareciese de nuevo; nunca se sabe.
De molinos, amores y otros menesteres
22 junio, 2018
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