El rostro que te devuelve el espejo de la habitación no es el tuyo. Abres la puerta para asomar la cabeza y te encuentras con el pasillo de una vieja pensión en la que jamás has estado. Sobre la silla, un uniforme desconocido te insinúa dónde trabajas. El día transcurre repleto de matices irreconocibles, rodeado de personas que se te hacen extrañas. De vuelta, una botella aún medio llena y que nunca compraste, te anima a servirte una copa, preludio de un sueño que te transporta a un mundo al que verdaderamente perteneces. Cuando despiertas, te vistes una vez más con ese uniforme que tanto detestas mientras reniegas del atajo de fracasados que hacen ruido en las habitaciones contiguas. El espejo refleja la imagen de una lágrima y la de una botella medio vacía.