Frontero, ra
De fronte y -ero.
- adj. Puesto y colocado enfrente.
- m. Frentero. Almohadilla que se ponía a los niños [y a las niñas, suponemos] sobre la frente para que no se lastimasen al caer.
- m. Caudillo o jefe militar que mandaba [en] la frontera.
- f. Confín de un Estado.
- f. Límite.
- f. Frontis (|| fachada).
- f. Cada una de las fajas o fuerzas que se ponen en el serón por la parte de abajo para su mayor firmeza.
- f. Arq. Tablero fortificado con barrotes que sirve para sostener los tapiales que forman el molde de la tapia cuando se llega con ella a las esquinas o vanos.
I-Enfrente
—¿Por qué quieres ser madre?
—Siempre lo he querido.
—Ya, pero ¿por qué?
—Porque sí, porque lo deseo.
—Pero ésa no es una razón.
—Es que no necesito razones. Me basta mi deseo.
Hace unos diez años mantenía más o menos esta conversación con una buena amiga y no daba crédito. No entendía nada. ¿Cómo podía tomar una decisión así sin tener razones de peso? Yo había deseado ser madre como había deseado el matrimonio: cuando era pequeña, cuando pensaba que eso era lo que se hacía cuando eras «mayor».
Pero luego me había encontrado con el feminismo y todo había cambiado: la maternidad era una imposición, un mandato de género. Y yo no tenía ninguna intención de cumplirlo.
Pero mi amiga era feminista también. Sabía.
De repente, dos bandos. Las mujeres que quieren ser madres y las que no. En mi lado, entonces, incomprensión, rechazo; burla, incluso. Pero ¿qué era lo que me irritaba tanto?, ¿que cayeran en «la trampa» o que se atrevieran a intentarlo a pesar de todo?
Madres y no madres,
un espejo
de lo que somos,
y de lo que no.
Deseo, miedo, rechazo, envidia, arrepentimiento.
Quién siente qué.
II-Frentero
Ahora que empiezas a explorar el mundo quisiera rodearte de almohadas y que no conocieras el daño. Pero no. No es así. La vida no es eso. Acompañarte es otra cosa. De alguna manera —me digo— criar tiene que ver con escalar: hay que bailar con el miedo. No pretender que no esté, sino aceptarlo como animal de compañía. Respirar hondo y hacer (o dejar hacer, en este caso) el siguiente movimiento. Aunque te caigas. El miedo es mío. El mundo es tuyo.
III-Mando
Cuando estás embarazada, temes el parto. Pero porque no sabes lo que viene después. Esas semanas, esos meses que le siguen son intensos y, en la mayoría de los casos, extremadamente difíciles. ¿Cansada? Sí. ¿Dudas? Un montón. ¿Dolores? En innumerables partes del cuerpo. ¿Y la sensibilidad? Extrema, cualquier cosa me hace llorar. Junta todo eso e imagina que todos los días vas a encontrarte con alguien que te va a cuestionar: teta sí, teta no, cuna, colecho, purés o comida a trozos, da igual, la cosa es que cualquiera, cualquiera –sí, hasta el señor mayor que pasea a su perro por el parque, doy fe– opina. Eso es, sin duda, lo peor. En un momento muy vulnerable, en el que necesitas confiar en tus decisiones (y que te traigan comida hecha; tomen nota, por favor), en lugar de poder mandar a todo el mundo a la mierda, tienes que estar sonriente y amable. No me extraña que haya quien no quiera salir de casa. Hay que ponerse un escudo protector y decirse muchas, muchas veces: aquí mando yo.

IV-Confín
Llevo años conviviendo con ese cuerpo que es el mío. He engordado, adelgazado y engordado otra vez. Me he llevado peor o mejor con mis pelos, mis granos, mis cicatrices. Tengo algunas canas y también arrugas. Sí, el tiempo pasa. Y mi cuerpo habla de lo vivido. Pero siempre que me miraba en el espejo me reconocía. Embarazada, eso cambió. Y no sólo porque muchas veces me asustara al verme reflejada en los escaparates (las barrigas pegan «estirones» de un día para otro, sí), sino porque ese cuerpo que era mi espacio, mi contorno, de repente era un cuerpo compartido: había otro, éramos dos. Al principio es tan extraño… Es realmente difícil de asimilar. Luego, dejas de pensar y, simplemente, le haces espacio, le alimentas, le acaricias, le hablas, incluso sin tener que articular las palabras. Te acostumbras a estar siempre acompañada y a que tu cuerpo se expanda. Y un día eso se acaba –tantas veces de forma brusca, violenta y dolorosa. Dicen que siempre echamos de menos el útero, aunque no podemos recordarlo. Yo lo que sé es que a ratos aún echo de menos ese ser dos. Y que, aunque tú apenas lo has descubierto, verte crecer es desde ya verte alejarte.
Y volver a ser una.
V-Límites
Una cosa es desear ser madre y otra llegar a serlo. Y no porque tengas que ir aprendiendo a serlo por el camino y con cada criatura –que también–, sino porque los deseos no siempre se cumplen. Cuando decidí que quería quedarme embarazada, aunque expresaba en voz alta que quizá ya era tarde, en realidad, en mi interior, daba por supuesto que lo conseguiría y me enfadaba cada vez que volvía a venirme la regla. Me sentía niña pequeña, intolerante a la frustración. Lo difícil para mí era decidirse, ¿qué era eso ahora de no conseguirlo? Y si no lo conseguía, ¿qué iba a hacer entonces con ese deseo que por fin sentía? Tuve suerte. Me quedé embarazada antes de que ocupara demasiado espacio. Pero llegué a asustarme de mi deseo. ¿Qué hubiera hecho para conseguirlo? ¿Cuáles hubieran sido mis límites?
VI-Fachada
En los relatos que en esta parte del mundo nos acompañan –pensemos en libros, pelis, series o publicidad–, cada vez que aparece una madre, o bien es esa madre ideal que hace bizcochos, puede con todo, está estupenda y feliz, etcétera, etcétera; o bien es la culpable de todo lo malo que en tu edad adulta te pase: porque te abandonó, no te quiso lo suficiente, se dejó maltratar o te asfixió con su amor… La frontera entre la buena y la mala madre parece más que clara. Pero la cosa es que esas madres no existen. Las madres que yo conozco son geniales a veces y horribles otras tantas, son personas, de carne y hueso, aciertan y la cagan, en su rol de madres y en todos los demás. ¿Para qué nos sirven entonces esos estereotipos? ¿Para cuándo un contar más realista de la experiencia, múltiple, siempre nueva y distinta, y antigua, siempre repetida, a la vez? ¿Qué hay detrás de la fachada?
VII-Firmeza
A ti que no has conocido cuna, que duermes pegado a mí, quiero regalarte un serón. Un serón trenzado, mi amor, por diversas manos. Tantas como las que te mecen, te acarician o te muestran el mundo. Qué regalo mejor que una gran familia elegida. Qué suelo más firme podrás pisar si aprendes a no ser solo.
VIII-Sostener
Nos cargamos estructuras (o al menos lo intentamos) porque nos atan y queremos volar. Pero algunos cuidados necesitan de tierra firme que los sostengan. No vale desaparecer. Hay que querer estar ahí. O quererlo sólo a ratos, pero estar. ¿Qué me quita, qué me da? En esta parte del mundo medimos la inversión, las pérdidas y las ganancias. Ay… En esta parte del mundo quienes criamos estamos más solas que nunca. Ay… Compañeras, no queremos dejar de estar. Pero necesitamos que nos echéis una mano. O dos.

Texto publicado en el nº9 de la Revista Feminista La Madeja, monográfico Fronteras. Revista completa aquí.