A ninguno nos sorprendió que burbujeara, inundando de pompas tristes la estancia de la que ya no había querido moverse, cuando, en plena primavera, se disolvió: sabíamos que su amor por ella había sido efervescente.
Todos lo lamentamos mucho, pero fue un alivio no tener que seguir escuchando el eco de los suspiros de su alma por los rincones ni resbalando con el rastro de sus lágrimas en las baldosas.
“El amor es así, unas veces mata y otras diluye”, sentenció la abuela. Así que decidimos olvidarle cuanto antes para poder proseguir nuestra vida en paz.
Lo peor era el aroma a frustración que había dejado prendido en las cortinas de la sala: desmoralizaba a cualquiera que invitáramos a tomar el té, y las visitas que antes alegraban nuestras tardes fueron desapareciendo discretamente: aunque la tarde que vino Clara, tan ignorante de que él ya no existía como de que había existido alguna vez, se transformó en un perfume espeso de violetas antiguas que acabó por hacernos vomitar una empalagosa gelatina malva con forma de corazón.