En una entrevista concedida en 2019 a la Revista de la Universidad de México, Sara Mesa (Madrid, 1976) aseguraba que tenía una sensación de desnudez cuando la gente cercana le preguntaba acerca de su faceta de escritora. El hecho de saber que alguien conocido leía sus libros la desazonaba de algún modo, ya que el grado de intimidad con el lector es muy estrecho. Se trata de compartir no sólo situaciones, que pueden o no ser autobiográficas, sino miradas; porque escribir no es cuestión de imaginar, ni de escandalizar, tampoco de redactar historias. Para escribir hay que sondear el interior, las intuiciones e inquietudes propias.
La narrativa de Sara Mesa atrajo mi atención hace algunos años y ya destaqué su trayectoria en una reseña anterior. En 2022 publicó “La familia”, que ha ganado el Premio Cálamo Extraordinario 2023 y ha sido finalista en los Premios ‘Todostuslibros’ en la categoría de mejor libro de ficción. Además, el veinte de febrero arrancó el rodaje de “Un amor” (2020) en La Rioja, dirigida por Isabel Coixet. Yo tenía pendiente “Cara de pan” (2018), donde aborda algunos de sus temas recurrentes: la infancia y la adolescencia, como procesos naturales y complejos.
Fiel a su estilo, huye de la idealización de esas etapas, como de la etiqueta facilona que las vincula con el trauma.
Esta novela corta surgió a partir de uno de sus cuentos, “A contrapelo”, y también a raíz de una idea que germinó al escuchar el testimonio de un amigo suyo. Al parecer, éste miraba a unos niños jugar en un parque y unos agentes de policía comenzaron a interrogarle. Estos antecedentes y sus bifurcaciones desarrollan una historia inquietante y escurridiza en sus ciento treinta páginas, a través de dos protagonistas, “el viejo” y “la niña”. Sin embargo, no estamos ante una “Lolita” (Vladimir Nabokov, 1955) contemporánea, tal y como ha tratado de aclarar muchas veces la autora. Los personajes permanecen en los márgenes y va a depender de nosotros –espectadores privilegiados- que se interprete de una u otra forma. Nada más próximo a la realidad de nuestro presente, donde poco es lo que parece y demasiado aquello que se manipula.
Ella, la niña, lee revistas para chicas, no va al colegio desde hace semanas, se siente acomplejada y torpe, extraña a su hermano desde que se fue a estudiar al extranjero, anhela ser como el patito feo que se convierte en cisne. Él, el viejo, es aficionado a los pájaros, adora a Nina Simone, no trabaja, estuvo ingresado en una clínica, sólo posee dos trajes muy usados, no tiene amigos, ni familia. A simple vista, estos dos extraños se presentan como un dúo incompatible. De hecho, nunca hubieran coincidido, ni entablado una conversación, de no ser por un elemento común: la soledad. El escenario de sus encuentros, fortuito, fruto de la improvisación de dos seres que se escabullen entre los barrotes de sus respectivas jaulas, es un parque público. No se esconden de la curiosidad de los otros, porque no tienen motivos; aunque un seto se vuelva el refugio perfecto para una intimidad ingenua, sin tintes perversos.
Intolerables, sospechosas, contranaturales, impropias… aseguraríamos la mayoría si fuéramos testigos cada mañana de estas citas clandestinas entre una joven que aún no ha cumplido los quince y un señor de más de cincuenta. No podríamos evitar evocar la imagen en blanco y negro del monstruo y la niña, de la mítica película “Frankenstein” (1931). Tampoco seríamos capaces de eludir la desconfianza y el rechazo que nos produce la confrontación entre la inocencia y la picardía de los años, aunque no hallemos ni una sola prueba que inculpe a alguno de los dos. Sin embargo, a menudo, las cosas más simples son las más difíciles de creer. Y como lectores, será muy complicado alejarnos de la cautela que nos paraliza, por la cantidad de información que albergamos en un continuo de sucesos diarios y aberrantes. Nuestra perspectiva se verá influida, como le ocurre a la muchacha de este cuento largo, que “a medida que fabulaba, la realidad se le escapaba de las manos”[1]MESA, Sara. 2018. Cara de pan. Barcelona: Anagrama, p. 111.
“¿Por qué quieres volar, pájaro negro? Nunca vas a volar” repetía Nina Simone en la canción titulada “Blackbird”. El vuelo libera y encumbra al que lo practica; pero si uno teme al vacío, desplegar las alas y planear será sólo un ejercicio de equilibrio insatisfactorio. Buscará aquí y allá donde ubicarse, descansar, retornar el viaje, pero siempre estará de paso. A ambos les duele su herida y su inadaptación los aísla, los cubre de desesperanza y de indefensión; igual que esos pájaros “que no tienen patas y que, como no pueden posarse en ningún sitio, pasan toda su vida en el aire”[2]Ibíd., p. 71. Puede que por eso el viejo y la niña se elijan, porque ven su reflejo en un espejo y contemplarse así no les da miedo.
“Cara de pan” nos sitúa en el limbo, en una duda que persiste, incluso más allá de finalizar su lectura. No es fácil identificarse con los personajes, son antihéroes; y mucho menos, cuando los rodea la ambigüedad. Sara Mesa, una vez más, nos enfrenta a nuestras propias contradicciones, a prejuicios e ideas preconcebidas. ¿Cuándo un desconocido puede optar a la categoría de amigo?, ¿qué rango de edades soporta la amistad?, ¿puede tornarse en un segundo la simpatía y el afecto en engaño y manipulación?, ¿estamos tan lastimados por los abusos y la impunidad que recelamos de aquel que no mantiene las apariencias? Muchas preguntas sin respuestas absolutas. No existe el ojo que todo lo ve, ni análisis escrupuloso que verifique situaciones sin margen de error. Quizás sea ese el quid de la cuestión.
Título: Cara de pan |
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