Se miraron y ella no reconoció a quién tenía enfrente. No sabía donde había quedado la complicidad, casi cuarto de siglo para no saber si las señales que mandaba eran o no las adecuadas para seguir en conexión. Visto lo visto, y lo no visto, ella no había captado los mensajes que él le había dejado en esos años, meses, días, horas, minutos y segundos que habían tenido y tejido juntos. Que las confidencias solo fueran de su parte, y que solo hubiera recibido tacto, pero no calor, hacía que ahora no sintiera la llama como ella desprendía.
Cerró los ojos y comenzó a hilar, a pensar, a unir ese puzle que era su corazón en miajas, con frases y flashes que iban y venían para no saber a lo que se enfrentaba. ¿O las miajas eran lo que ella había recogido pensado que era todo uno y era solo polvo esparcido en tiempo y espacio? Su garganta era un nudo, no podía ni gritar, sus manos no paraban de moverse atando sus cordones de los zapatos para huir de atar cabos que no querían amarres.