Había escrito cien veces: «te quiero» presa de la locura por asesinar cada espacio en blanco de la aburrida pared del comedor; con el trazo tembloroso de la adoración que sentía por él y hasta agotar la caja de ceras que le habían regalado. Como cada viernes su padre estaba cansado y se había acostado pidiéndole que no estuviera mucho rato y dejándole para que se entretuviera unos papeles en blanco que ella ni siquiera había tocado. Asustada, cuando el sueño consumió aquella pulsión irracional por garabatear su mensaje en todos lados, huyó bajo las sábanas aguardando la mañana siguiente; y con ella el castigo. Escondida bajo el edredón, pronto la conciencia de lo que había hecho pesó más que sus párpados, desvelándola, dejándole tiempo para anticipar un sábado horrible, quizás encerrada en su habitación tras una terrible reprimenda, quizás sin tele y por supuesto sin helado. Al alba, arrastró pesarosa sus zapatillas hasta el salón. Papá la esperaba bostezando frente al televisor. En la pared habían escrito, cien veces: «y yo más».