When I think of all the good times that I’ve wasted having good times, The Animals, 1967
1. «La vida debería ser algo más», te dices a ti mismo. Pero justo después —como un milagro— emerge la idea de que no podría haber más vida, ni más plena, que el terremoto que la propia frase despierta: que la amargura, el deseo, la compasión y el amor que sientes ahora, al contrastar ese pensamiento con tu vida. Y te das cuenta de que ésta es ya, verdaderamente, más vida cuanto más intensa es tu certeza de que merecería ser algo más. Pero por suerte aprietas los dientes, aceptas vivir esa tensión, y la respiras, y piensas qué hacer con ella sin partir tu vida y la de los tuyos por la mitad. Al parecer, tu inteligencia (algo escasa, no lo olvides) aún te alcanza para comprender que no tiene sentido romper la misma vida que te hace desear aún más de ella. A fin de cuentas, no quieres otra vida, sólo quieres más. Así que: No —te acabas diciendo—, no hay más vida que la que se abre cuando su límite choca contra la plenitud de tu deseo, mas también con la certeza de que ese límite no es otro que el que te impone tu vida ya vivida, que te marca en el pasado. La misma que has construido libremente —no lo olvides— y que ya no puedes cambiar sin sangrar, sin amputar, sin desgarrarte; sin alejarte aún más de la plenitud a la que tu vida te aproxima, pero no te lleva. Ni te llevará.
2. Aún tendremos que seguir jugando, un tiempo más, el juego de la renta básica como aquello que nos permitirá vivir sin aspavientos, sobrevivir apenas, mantener las células de nuestro cuerpo renovándose. Aún tendremos que afirmar que sólo queremos comer, beber, dormir, amar, un poco más, y que ninguna otra cosa aguarda en nuestro horizonte. Un techo, algo de ropa, comida para echarnos a la boca. Una nevera, un lecho digno, una ducha, un orinal. Aún tendremos que repetir esta farsa muchas veces, hasta engañar a toda la gente mezquina que habita la Tierra. Porque nosotros sabemos que la verdad es otra. Que, sencillamente, no existe la vida desnuda. En verdad, la renta básica significará nuestra entrada en la vida plena, rica y escandalosa. Con ella devolveremos la juventud a la juventud, cuando le permitamos por fin experimentar. Y entonces, al asomarnos a la ventana, veremos a chicos y chicas iluminando el camino que todos pisamos, como si nuestras ciudades se hubiesen trasladado de pronto a las nubes de las mañanas. Que nos den agua; haremos vino. Que nos den de comer; haremos arte con la comida. Con nuestras heces construiremos casas; con nuestro orín, ríos de lava (allí ahogaremos nuestra mezquindad). Que nos den televisores, ordenadores, pantallas; los vaciaremos. A falta de cadáveres —pues no habrá muerte— llenaremos el mundo de estas carcasas.
3. Durante un tiempo fantaseé con que yo era un hombre de placeres sencillos. Hablando con un amigo, incluso me pavoneaba de que mi felicidad consistía en tener mi familia a mi lado y en leer un volumen tras otro de En busca del tiempo perdido. Hoy sé que, aunque esta boutade fuera verdad, no por ello implicaría placeres sencillos. Pues en cuanto uno se para a pensar en lo que hace falta para disfrutar de la familia, se percata de que hay que dedicarle todas las horas del día, de que es un esfuerzo constante y continuo de reflexión, de análisis, de ilusión, de imaginación y disciplina, para que en el interior de tu casa y de tu alma emerja lo mejor de la especie humana, no lo peor; para que todos los miembros —padres e hijos— se relacionen de formas placenteras, movidos por la idea y el goce de un proyecto de vida en común. Hace falta, pues, haber entendido a Dewey (que la vida te haya preparado para entenderlo, esto es) y poder llevarlo a la práctica durante todas las horas del día. Algo similar sucede con el disfrute de En busca del tiempo perdido. Para escribirlo, Proust permaneció encerrado doce años de su vida, recluido en su habitación; ni infeliz ni atormentado, pero sí haciendo gala de una disciplina y capacidad de trabajo que, no por deseadas, comportaron un menor sacrificio. Pero además, para acumular todas las experiencias que después volcó sobre sus páginas, Proust tuvo que vivir como vivió la burguesía acomodada de su época: hizo falta que su padre —médico— trabajara tanto como trabajó; que su familia materna fuese tan adinerada como lo fue; que su tía le dejara buena parte de su herencia y que Proust pudiese, así, vivir de rentas, acudiendo a tertulias, banquetes, fiestas, haciendo viajes, etc.; es decir, que tuviese una vida parasitaria por la que alguien tuvo, siempre, que pagar, para que él gozara primero y escribiera después. En otras palabras: fue necesario todo el sistema de clases de la Tercera República francesa, y el capitalismo, y el colonialismo en su conjunto para que Proust escribiera En busca del tiempo perdido y yo pudiera saborearlo en mi casa, muchísimos años después. Así que nada de placeres sencillos. Mi vida entera, la de Proust y acaso la larga historia de la humanidad, palpitan detrás de estos dos placeres sencillos.