Las celebración de fiestas en palacio cada vez se dilataban más en el tiempo, pero cuando se abrían las puertas del alcázar, era pisar el mármol y la excitación incontenida entre los asistentes se disparaba. Mientras esperaban que el mayordomo anunciara la entrada de los regentes se afanaban en ocupar sus posiciones; el protocolo no admitía mácula en cuanto a dónde debían situarse todos y cada uno de ellos al inicio de la velada.
En eso, el monarca invitado esperaba a la reina a la salida de sus aposentos. No le daba miedo ser descubierto por el legítimo consorte: sabía de buen grado que el susodicho estaría ocupado planificando conquistas, bregas y los pormenores de la contienda. Con la excusa de acompañarla aprovechaba el escaso recorrido hasta la gran sala para prometerle como tantas otras veces amor incondicional a cambio de su adulterio. Ella sonreía desde el interior de su vestimenta blanco sempiterno y justo antes de entrar lo rechazaba desoyendo sus interpelaciones desesperadas.
Una vez sobre el cuadriculado, se ubicaban uno frente al otro en la distancia, comenzaba la batalla y el rey negro ante el estupor de su ejército ordenaba una apertura escandinava: ansiaba el efímero momento de poder encontrarse de nuevo con la reina de blancas. Solo entonces ella consentía ser abrazada. Y él se plegaba, aunque supiera que acabaría con alguno de esos cuchillos nacarados que siempre escondía bajo el vestido clavado en la espada.