Este viernes, en los amaneceres de nuestra metrópolis particular, recibimos a Domingo Alberto Martínez (Zaragoza, 1977). Filólogo de formación y apasionado de la palabra escrita, es autor de dos novelas: Las ruinas blancas (premio «Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal», convocado por la Diputación de Zaragoza) y Trovas de fierro (premio «Alfonso Sancho Sáez» del Ayuntamiento de Jaén). Colaborador habitual de revistas digitales (Visor, Babab, Barcelona Review, Wall Street International) y páginas web de literatura (Dosis kafkiana, El libro durmiente, Proyecto Sherezade), sus cuentos han sido premiados en más de 60 certámenes literarios, entre los que podríamos citar el Premio «Federico García Lorca» de Cuento, convocado por la Universidad de Granada, el Concurso de Relato Breve «San Isidoro», convocado por la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, el Certamen de Narraciones Breves «Ángel María de Lera», convocado por el Ayuntamiento de La Línea de la Concepción, o, el último de todos, el I Premio del Concurso de Microrrelatos 2021 «Fundación Caja Rural de Burgos».
Sus relatos están recogidos en las antologías Un ciervo en la carretera (finalista del prestigioso premio Setenil en su edición 2020 a mejor libro de relatos publicado en España) y El pan nuestro de cada día, de próxima aparición. Actualmente, Alberto tiene varias obras entre manos: las novelas históricas Rey de un desierto y El evangelio de los miserables (la primera sobre la conquista de la Saraqusta musulmana en 1118 por el rey Alfonso el Batallador y la segunda sobre la vida pública, pasión y muerte de Jesús de Nazaret), la novelette de tintes distópicos Campo Franco y una nueva antología de microrrelatos, titulada Palos de ciego.
Podemos disfrutar de algunos de los textos creados por Domingo Alberto Martínez en esta selección que el autor ha querido compartir con los lectores de nuestra revista:
La 3.ª dimensión. Caso práctico
Dado un punto en un plano. Llamamos a ese punto José Antonio Corominas. José Antonio Corominas es un niño aplicado, que ha heredado cierto aire de besugo de su padre, el conserje José Antonio, también llamado el conserje Cuatro Ojos en el colegio de los padres escolapios. Hoy es el primer día que el niño José Antonio va solo a la iglesia. Su madre le ha dicho que, antes de cruzar la calle, tiene que mirar a derecha e izquierda. Su abuela le ha dicho que, antes de cruzar la calle, tiene que mirar a derecha e izquierda. El kiosquero miope de la esquina le ha dicho que, antes de cruzar la calle, tiene que comprarle un paquete de cromos de la liga, y que luego, si quiere, puede mirar a derecha e izquierda, y hasta debajo de los bancos. José Antonio es un niño obediente, con el pelo repeinado y los cromos asomándole del bolsillo. Cuando va a cruzar la calle, mira hacia la derecha, mira hacia la izquierda… y le cae un tiesto en la cabeza.
Fin de la historia
Cuando Blancanieves se despertó de la siesta, el bosque donde los enanitos tenían su cabaña era un gimnasio, un McDonald’s™, una montaña rusa gigante, tres mil plazas de aparcamiento para coches, motos, bicicletas, minusválidos y siete plantas de centro comercial.
La gota que colma el vaso
—Mira, Laia, es que no sé qué hacer. Me acuerdo al principio, cuando íbamos al monte los fines de semana, a Collserola, al Tibidabo, qué manera de correr entre los árboles, qué energía, trepando por los senderos que picaban hacia lo alto. Era para verlo, él siempre el primero, abriendo camino. Y ahora, ya ves. Se pasa el día durmiendo en el sofá, parece un trapo viejo, o en una butaca pegada al radiador. No puedo llevarlo a ninguna parte. Si lo saco a pasear por la playa, a los cinco minutos da pena verlo, con la lengua fuera y los ojos llenos de lágrimas, que casi tengo que traérmelo en brazos. —Junta las manos con vehemencia, las separa, las agita como si estuviera espantando una mosca—. Y mejor no hablar de irnos de casa y que se quede él solo. Si salimos tres días, ya estamos llamando a tu tía para que se acerque a echarle un vistazo, a comprobar que todo está bien, que tiene comida. Y esto, lo último, collons! Esto ya, mira, Laia, esto ya es la gota que colma el vaso. Vas por el pasillo y pisas un charco, y a fregar otra vez, a limpiarlo todo, o de repente se ahoga, empieza a toser y vomita en la alfombra, o en la colcha de la cama, y venga a poner lavadoras. De un tiempo a esta parte todo son preocupaciones. Hay que ir detrás de él constantemente. Se mea en la entrada, en cualquier parte, o deja por ahí escondida alguna sorpresa, como el día que se hizo sus cosas debajo de la mesa, y ¡puf!, ¡cómo olía!, cuando estuvieron aquí el Quim y la Maite, quina vergonya! Y así todos los días. Cuando no se asfixia, te despierta aullando a las tantas de la madrugada.
»Yo es que no puedo más, Laia. ¿Qué quieres que haga? Esto a mí me supera. Mira, le damos la pastilla y que descanse, el pobre. Es lo mejor para todos, lo más humano… O lo llevamos al campo, lejos, como si nos fuéramos de excursión, al Montseny, a la Garrocha, y lo dejamos a sus anchas, que corra si quiere, o que se tumbe a la bartola. Lo dejamos en libertad, él solo, y que sea lo que Dios quiera.
Hay un silencio.
—Caray, Oriol… —Laia traga saliva. No sabe muy bien qué decir—. Que no és un gos, el senyor Nicolau, que és el teu pare.
Oriol se enciende un cigarrillo, el tercero en poco tiempo.
—Entonces, ¿qué? Mejor lo llevamos al campo, ¿no?
Olvido
Mi hermana chillaba todas las noches como si la estuvieran ahogando. Chillaba y pataleaba en la cama y no me dejaba dormir. Cuando mi madre entraba en el cuarto, yo me escurría entre las sábanas mientras mi hermana tosía y tosía, e intentaba recuperar el aliento. Ahora mi madre tiene alzhéimer y está en una residencia. Los fines de semana paso las tardes con ella. Le hablo de mi vida, a veces de mi hermana. Entonces ella se crispa como si le hubiera clavado una aguja. Se vuelve hacia mí y me observa con sus ojillos grisáceos.
—Olvido, hija mía —me dice, muy seria, con voz temblorosa—. Tú nunca tuviste una hermana.