Comentario a KEYNES, John Maynard: Dos recuerdos. Acantilado, Barcelona, 2006.
Escribo con la perspectiva de quien considera a Keynes el mayor genio económico del siglo XX. Afirmación algo dogmática si tenemos en cuenta además que no soy en absoluto un entendido en economía, pero cuyo efecto negativo puedo remediar si a eso añadimos que la aportación de Keynes como economista no se acaba de entender, como tampoco la haría la de otros nombres importantes de la historia de esta ciencia social, por ejemplo el de Karl Marx, de quien el propio Keynes se halla muy alejado, si no admitimos junto al teórico económico al político, al filósofo, al publicista y al académico. La diferencia entre ambos sin embargo es inmensa, no sólo por el diagnóstico sobre la naturaleza del capitalismo, sino por el hecho de que Marx es el padre de una religión que exige sacrificios e innúmeros pagos en sangre, mientras que nuestro personaje es renuente incluso a considerarse padre de una secta de economistas. Dicho esto, ambos tienen en común haber sido muy influyentes en el mundo, hasta el punto de que éste, tal y como todavía lo conocemos, tiene mucho de lo que ellos aportaron.
El libro que ahora comentamos es, pese a su brevedad, la mejor introducción, al menos de primera mano, a la personalidad multifacética de su autor, y hasta el editor del mismo, David Garnett, apodado Bunny por todos los amigos, nos suministra detalles de esa otra vida por la que ya merecería ser recordado Keynes, ya que Garnett fue un miembro conspicuo, junto al economista, del llamado grupo de Bloomsbury, ese elitista grupo de amigos que se convertiría en el centro de mil polémicas con la desfalleciente sociedad victoriana, aparte de ser un núcleo de innovación estética y literaria. Una de las características de los de Bloomsbury era su enorme libertad sexual. De hecho, Bunny mismo fue uno de los numerosísimos amantes masculinos de Keynes, de cuya promiscuidad da cuenta Robert Skidelsky, probablemente el nombre más destacado entre los estudiosos de la biografía del economista.[1]SKIDELSKY, Robert: Keynes. RBA, Barcelona, 2014. Por supuesto que sería del todo equívoco concebir la aportación de Skidelsky centrada en los hábitos de alguien que, además, luego fue amante y fidelísimo marido de la bailarina Lydia Lopokova. De hecho, este ensayo no hubiera sido posible sin la permanente revisión de su biografía reducida (¡una reducción con sólo 1366 páginas!).
Los dos recuerdos que se mencionan en el título son en realidad unos completos y elaborados ejercicios de memoria.
El primero de ellos, El Doctor Melchior: “Un enemigo derrotado”, se ocupa de cuestiones aparentemente muy diferentes a las del segundo, Mis primeras creencias, ya que, respectivamente, uno lo hace de la participación de Keynes en las negociaciones de la reparación impuesta a Alemania después de la Gran Guerra, la llamada “paz de Versalles”, mientras que el otro se refiere a la formación intelectual y filosófica de nuestro personaje en Cambridge, así como a un episodio significativo acaecido a los de Bloomsbury. En realidad, lo que pretendo mostrar es que ambos escritos se esclarecen uno al otro, y por eso traen, por último, algo de luz sobre la compleja personalidad de Keynes. Dicho de una manera algo pedestre, es la formación intelectual la que le permite mantener la distancia ante unos eventos políticos que le resultan insatisfactorios, mientras que es la participación en dichos eventos la que le autoriza a declarar insuficiente en muchos aspectos su primaria iniciación filosófica y moral, desvinculada de los objetivos de la sociedad. Intentaré, por lo demás, introducir aquello que lo ha hecho más reconocible al lector común, esto es, su teoría económica, en el hiato entre ambas visiones que ha de colmar, a pesar de que la economía esté, por lo menos en una primera lectura, ausente de dichos recuerdos, teniendo en cuenta el público al que van dirigidos los mismos, y que no son otros que un puñado de amigos íntimos del autor. Creo que la opinión de Garnett justifica por sí sola, y sin exageración alguna, la oportunidad de leer este libro breve pero enjundiosamente bello: “Ambos recuerdos se publican ahora tal como se escribieron, con las alusiones y las bromas personales que entendía inmediatamente el círculo ante quienes se leyeron. No me he molestado en explicarlas todas, aunque, para evitar malentendidos o equívocos, he añadido una lista de nombres que no se mencionaban completos. No obstante, le pido al lector que recuerde que es un privilegiado. Está oyendo lo que se escribió sólo para los oídos de aquéllos a quienes el escritor podía hablar enteramente sin reservas y que nunca malinterpretarían su sentido. (…) Aquí no hay velos, pero es que estos recuerdos no se escribieron para ser publicados, y el motivo por el que publican ahora no es su gran interés, o su mérito literario -aunque se cuentan, en mi opinión, entre lo mejor que escribió Lord Keynes-; los publican sus albaceas para llevar a cabo el deseo expresado en su testamento de que estos papeles, y sólo éstos de entre todos sus escritos inéditos, se publicasen.”[2]KEYNES, John Maynard: Dos recuerdos. Acantilado, Barcelona, 2006, pp. 8-9. (En adelante se citará sólo con el número de página entre paréntesis).
Sobre las consecuencias que podríamos extraer de la implicación de Keynes como alto consejero del Tesoro y en las negociaciones de la reparación económica por parte de Alemania después de la Gran Guerra, es bastante esclarecedor el monumental libro de Zachary D. Carter, El precio de la paz, que no sólo se limita a analizar esa dicha participación, sino que precisa el efecto revulsivo general en algunos de los planteamientos previos de nuestro protagonista: “La conferencia de paz no había proporcionado a Keynes la salvación que este esperaba obtener tras dedicar cuatro años de su vida a financiar la guerra. Sus amigos de Bloomsbury tenían razón: había sido partícipe de una atrocidad. Volvió a Inglaterra airado, avergonzado y exhausto. Pero la guerra y los meses de estancia en París habían cambiado la forma en que Keynes concebía el dinero y el poder. Antes del conflicto había coincidido con los economistas que creían que, por regla general, los Gobiernos debían mantenerse al margen de los mercados. Pero ahora, después de ayudar al Gobierno británico a gestionar la economía nacional durante cuatro años, ya no estaba tan seguro. Las reparaciones alemanas y las deudas de guerra aliadas eran los problemas económicos más importantes del momento, y no se podía negar que esos cruciales problemas financieros eran, en el fondo, de naturaleza política. Las economías de mercado no constituían un ámbito netamente diferenciado e independiente del Estado que se regía por sus propios principios: los ritmos del comercio, su lógica y sus mecanismos, debían ser definidos y respaldados por la autoridad política. La batalla de Keynes en torno a las reparaciones de guerra y las deudas entre los países aliados lo convertiría en un enemigo vitalicio de la austeridad, la doctrina según la cual la mejor forma de que los Gobiernos sanen las economías problemáticas es reducir drásticamente el gasto público y liquidar la deuda. Ahora creía que, cuando un Gobierno estaba sobrecargado de deuda, en general era mejor renunciar a la deuda que pagarla a costa de castigar a la ciudadanía reduciendo su nivel de vida.”[3]CARTER, Zachary D.: El precio de la paz. Dinero, democracia y la vida de John Maynard Keynes. Paidós Planeta, Barcelona, 2021, p. 109.
A pesar de lo dicho, la memoria que traslada Keynes a sus amigos en el texto que comentamos, y que puede considerarse un apéndice al titulado Las consecuencias económicas de la paz, de 1919, que probablemente fue su mayor éxito de ventas, se mueve más en el terreno de los elogios y de la injuria personalizados, a propósito de los distintos agentes de la paz, que propiciaron, entre unos y otros, una segunda guerra mundial todavía más sangrienta, pero ya no inesperada. Los comentarios sobre los interlocutores franceses son cualquier cosa menos caritativos, habida cuenta de que es fácil colegir de sus pronunciamientos un tenaz anhelo de venganza. Así, comenta acerca del mariscal Foch, con una pluma bastante mordaz: “Estoy convencido de que el espíritu y el carácter de Foch son de una simplicidad extrema, de una simplicidad casi medieval. Es honesto, valiente y tenaz, pero nueve décimas partes de los asuntos de la humanidad quedan fuera de su campo de visión y su entendimiento es incapaz de dedicarles atención. En las circunstancias apropiadas, por tanto, puede ser tan peligroso para el bienestar de la humanidad como lo han sido otros que han unido un intelecto estrecho e insensible a un carácter fuerte y sencillo. Pero esto no debe llevarnos a sobreestimar su importancia. Pese a ser todo un personaje, no deja de ser uno pequeño: un campesino. Nada sé de los documentos oficiales del mariscal ni si los redacta él mismo, pero sus dotes para expresarse verbalmente son escasas. Suele permanecer mucho tiempo silencioso e inexpresivo durante los consejos, hasta que le piden su opinión que siempre se expresa de forma inflexible y poco persuasiva, como si fueran las órdenes del día. En ocasiones el general Weygand, su espectral asistente, hablaba en representación del mariscal, quien carecía tanto de las artes de la argumentación como de las de la persuasión. Salvo cuando podía salirse con la suya gracias a su prestigio o al ejercicio de la autoridad militar, su conducta como presidente del consejo era incompetente.” (pp. 18-19). Ya se ve cómo le resultaba de difícil a un intelectual refinado del estilo de Keynes, entenderse con ese portento de inteligencia militar que era Foch, aunque a la hora de la verdad sus puntos de vista mutuos, sobre el resultado de una brutal crueldad con la derrotada Alemania, convergiesen. En cuanto a Maxime Weygand, a quien halla más dotado, acabaría siendo uno de los hombres fuertes del gobierno colaboracionista de Vichy veinte años más tarde.
Con mayor simpatía personal juzga a la parte alemana, en particular al banquero judío Carl Melchior, tal vez porque su comodidad es más fácil entre financieros que con unos mandos militares con cierta propensión a engreírse en presencia de civiles. Su relación con Melchior, que acabaría siendo de franca y cómplice amistad, posee, sobre todo hoy, un significado especial. Me refiero al de su presunto antisemitismo. En este sentido es llamativo el contraste entre la descripción que hace de Melchior, y la que hará de Klotz, el también judío ministro de Clemenceau. Dice del primero: “Melchior siempre hablaba calmosamente, pero sin pausa, de forma que le transmitía a uno la extraordinaria impresión de ser siempre sincero. Su labor más difícil, tanto entonces como en posteriores ocasiones, era mantener a sus compañeros bajo control, pues eran propensos a salir con quejas triviales e indignas o con estúpidas falsedades ad hominem que no habrían engañado al más estúpido de los americanos. Aquel judío, pues lo era, tal como descubrí después, aunque no por su aspecto, era el único que conservaba la dignidad de la derrota.” (p. 37). Además, y lo que para una criatura 100% Cambridge, no era asunto menor, hablaba en un inglés “conmovedor, persuasivo y casi perfecto” (p. 36). Y, por último, “en cierto sentido, me había enamorado de él (…). Hablaba con el pesimismo apasionado de un judío.” (p. 56). En cambio, de Klotz, el ministro de Clemenceau, pergeña un retrato terrible: “Klotz todavía no había sido vencido. Seguía aferrándose al oro. A los alemanes debía permitírseles pagar de cualquier otro modo, pero no con oro. Había demostrado, dijo, un espíritu muy conciliador y había hecho grandes sacrificios, pero le resultaba imposible ir más allá sin comprometer los intereses de su país, cosa de la que nunca (resopló tratando de parecer muy digno) podría acusársele. Nunca he visto un ataque tan violento como el que barrió a aquel pobre hombre. ¿Sabéis el aspecto que tiene Klotz?, es un judío bajo, grueso y de bigote poblado, bien peinado, bien vestido, pero con la mirada errática y los hombros algo encorvados como con una desaprobación instintiva. Lloyd George siempre lo había odiado y despreciado, y en un instante se percató de que tenía ocasión de acabar con él. Las mujeres y los niños pasaban hambre, gritó, y ahí estaba el señor Lotz parloteando y parloteando acerca de su “oooro”. Se inclinó hacia delante e hizo un gesto con las manos para evocar en todo el mundo la imagen de un judío odioso sujetando una bolsa de dinero. Sus ojos brillaron y las palabras le surgieron con un desprecio tan violento que casi parecía estar escupiéndole. El antisemitismo, que yacía a poca profundidad bajo la superficie de una asamblea como aquélla, afloró en el corazón de todos. Todo el mundo miró a Klotz con una mezcla momentánea de odio y desprecio.” (pp. 67-68). Se ha recurrido a textos como éste para insinuar que el mismo Keynes era antisemita. La verdad es que Louis-Lucien Klotz terminó sus días en la ruina y condenado a dos años de prisión por falsificar cheques bancarios, y para hacernos idea del signo de los tiempos, hasta su presidente Clemenceau hizo este comentario, “mi ministro de finanzas es el único judío en Europa que no sabe nada de dinero”, que yo creo que desborda en mucho el presunto racismo de Keynes, quien habla de terceros y como un ataque directo hacia Lloyd George, para el que no guarda ninguna simpatía. En todo caso, habría que preguntarse si la desaparición de toda característica racial, también las positivas, no puede resultar tan peligrosa como el racismo mismo. De la misma manera que se habla de un borrado de la diferencia que pudiera ser una manera de opresión, ejercido en nombre de una igualación colonizadora. Estas son cuestiones de un debate no cerrado en filosofía. En cualquier caso, la idea de este presunto Keynes antisemita no creo que pueda prosperar demasiado. No si tenemos en cuenta que se convierte en el mecenas y empleador de Leonard Woolf, como editor literario de The Nation, que uno de sus más estrechos colaboradores y amigos es el economista italiano Piero Sraffa, sobre el que volveremos a hablar, y que admira profundamente a Ludwig Wittgenstein a quien reconoce, en una carta a su mujer Lydia, como un Dios. Woolf, Sraffa y Wittgenstein son los tres judíos. Es muy emotiva, pero también enfatizada con un sesgo cultural, la despedida con Melchior en Amsterdam: “Las emociones de Melchior giraban en torno a Alemania y a la falsedad y la humillación que su propio pueblo había hecho caer sobre ella, más que sobre nosotros. También comprendí claramente, por primera vez, que los habitantes del este de Alemania miran hacia el este y no hacia el oeste. Para él la guerra había sido una guerra contra Rusia, y lo que más le obsesionaba era la idea de las fuerzas oscuras que podían surgir ahora de Oriente. También comprendí mejor que antes lo puritano que era, un moralista recto y estricto, un adorador de las Tablas de la Ley, un rabino. La ruptura de las promesas, la relajación de la disciplina, la decadencia de los comportamientos honorables, la traición de los acuerdos por una parte y la aceptación insincera de la otra de unas condiciones imposibles que no pensaba cumplir, el que Alemania fuese tan culpable por aceptar lo que no podía cumplir como los Aliados por imponer lo que no tenían derecho a exigir, ésas eran las ofensas contra La Palabra que tanto le herían.” (pp. 77-78)
Este relato histórico, a menudo impregnado de protesta y melancolía, explica -por su contacto con la imagen más feroz y descarnada del mundo- el hecho de que las primeras creencias filosóficas de Keynes se deshiciesen como barro en las manos que, con esta nueva experiencia, intentasen aprehenderlas de nuevo. Y de eso es de lo que trata el segundo recuerdo. La ocasión de esta intervención para el llamado Club de la Memoria, es la del encuentro o, mejor dicho, del desencuentro de D.H. Lawrence con la gente de Bloomsbury y los egresados de Cambridge, en el que tuvo un papel importante el mismo Bunny Garrett y una visita de fin de semana que le hizo a Lawrence y a Frieda, en compañía de Francis Birrell en 1915, sobre los que el novelista escribiría en una carta a Lady Ottoline Morell: “Oír hablar a estos jóvenes me colma de la furia más negra: hablan constantemente, y quiero decir constantemente, y nunca, nunca, dicen nada bueno. Cada uno está dentro de su pequeña concha endurecida y sueltan sus palabras desde allí. Ni por un segundo dejan escapar ningún sentimiento ni reverencia, ni siquiera una migaja o un átomo de respeto. No lo soporto. No quiero gente así a mi lado…, prefiero estar solo. Me hicieron soñar con un escarabajo que pica como un escorpión. Pero lo maté…, un escarabajo enorme. Le golpeé y salió corriendo, pero volví a golpearlo y lo maté. No soporto este horror de pequeños egos agitándose.” (p. 84-85). Ese mismo día le escribiría a Bunny: “No vuelvas a traer a Birrell de visita nunca más. Tiene algo desagradable como los escarabajos negros. Es sucio y horrible. Me enfurezco cuando pienso en tu grupo: Duncan Grant y Keynes y Birrell. Me hace soñar con escarabajos. En Cambridge tuve un sueño similar. Había notado algo parecido en los Strachey, pero lo percibí claramente en Keynes y en Duncan Grant. Y ayer volví a percibirlo en Birrell…, debes dejar a esos amigos, esos escarabajos, Birrell y Duncan Grant están acabados para siempre. De Keynes no estoy seguro…, cuando lo vi aquella mañana en Cambridge fue una de las crisis de mi vida. Me encolerizó y me llenó de desdicha y hostilidad y rabia…” (p. 85) Este recuerdo de Garnett es el que, como en una especie de diálogo platónico, desencadenará el del propio Keynes, mucho más dubitativo, y que adelanta en un año la escena de Cambridge que comenta en su carta. Sobre quien sí se permite una pulla, también bastante socrática, es sobre el acompañante de Garnett en esa visita de fin de semana a los Lawrence: “Ya he dicho sobre qué versó la conversación, pero supongo que debió de tratarse de algún asunto insustancial -no tan insustancial como Frankie Birrell-, pero bastante insustancial.” (p. 89). En efecto, Frankie era reconocible por su alegre frivolidad y fue uno de los amantes alternativos de Keynes, como respuesta al enfriamiento de su relación amorosa con Duncan Grant. En su conocidísimo ensayo de memoria colectiva, El grupo de Bloomsbury, Quentin Bell adelanta si esa animadversión de Lawrence y esos sueños fóbicos no se deben a la ansiedad que le produce una tendencia homosexual adivinada en él mismo, que pretende reprimir violentamente. Por otro lado, Bell afirma que quien planteó una batalla intelectual contra Lawrence, durante la guerra, sería Bertrand Bertie Russell, que juega cierto papel en la rememoración hecha por Keynes. Esa batalla posee para Quentin Bell todo el aire de una exageración. Russell acusa a Lawrence de ser un fascista avant la lettre: “Esto es, cuando menos una simplificación excesiva. A decir verdad, Lawrence no era nacionalista o racista. Sus ensoñaciones políticas eran demasiado idiosincrásicas, demasiado suyas, como para formar la base del pensamiento político de nadie; casan bien, tanto por su característica como por su completa separación de la vida real, con las fantasías políticas de Ruskin. Es verdad que Lawrence creía en los regímenes autoritarios, creía con fervor en la conciencia de la sangre e insistía en la virtud de la obediencia.”[4]BELL, Quentin: El grupo de Bloomsbury. Taurus Penguin, Barcelona, 2021, p. 85.
La pregunta que se hace Keynes, con una encomiable honestidad intelectual, es la de si no tendrá algo de razón Lawrence, más allá de las casi obvias interpretaciones psicoanalíticas de su conducta. O, dicho de otra manera, ¿no habría acaso algo insuficiente en las creencias sobre las que se había apoyado el grupo de Bloomsbury y la juventud misma del economista? Ese credo fundacional es el pensamiento de Moore, tal y como se expone en sus Principia Ethica, que se publican en 1902, esto es, coincidiendo con la llegada del propio Keynes a Cambridge. Ahora bien, advierte, ya sin los entusiasmos de la juventud, de la dificultad esencial de su recepción: “lo que nosotros obtuvimos de Moore no fue ni mucho menos todo lo que nos ofrecía. Tenía un pie en el umbral del nuevo cielo, pero el otro en Sidgwick y el cálculo benthamita y las normas generales del comportamiento correcto. Había un capítulo en los Principia al que no le prestamos la menor atención. Por así decirlo, aceptamos la religión de Moore, y dejamos de lado su moral. De hecho, en nuestra opinión, una de las mayores ventajas que tenía su religión era que hacía innecesaria la moral- entendiendo por “religión” la actitud de uno hacia sí mismo y lo esencial, y por “moral” la actitud de uno hacia el mundo exterior y lo accidental-. Más tarde volveré sobre las consecuencias de tener una religión sin una moral.” (pp. 91-92). En términos culturales, al menos tal y como los interpreta él mismo con su referencia a Sidgwick y al utilitarismo de Bentham, lo que está afirmando es que Moore se halla a caballo entre el aborrecible pasado inmediato de la cultura victoriana decimonónica y un futuro aún no configurado. Esa religión, tal y como la asumirían los de Bloomsbury, se ceñía a la importancia concedida a los estados mentales, “que no se asociaban con la acción o los logros o las consecuencias.” (p. 92). Esa búsqueda de una vida de contemplación y comunión apasionadas, de una vida buena en definitiva, les hace alejarse no ya del cristianismo, que les parecía el representante “de las tradiciones, las convenciones y la palabrería.” (p. 108), sino “del cálculo benthamita, basado en una sobreestimación del criterio económico, lo que estaba destruyendo la cualidad del ideal popular. Es más, fue esta escapatoria de Bentham, unida al insuperable individualismo de nuestra filosofía, lo que nos sirvió a todos de la definitiva reductio ab absurdum del benthanismo conocida como marxismo. Hemos fracasado por completo, desde luego, en la tarea de proporcionar un sustituto para estas falsas doctrinas económicas que fuese capaz de proteger o satisfacer a nuestros sucesores.” (pp. 108-109).
Aquí es donde merecería observar la aportación más importante de Keynes, que no es sino una reformulación económica que nos permitiese liberarnos del economicismo, ya sea en su grisácea formulación utilitarista y filantrópica o en esa otra revolucionaria, llena de rabia, y que como plantea el elegante keynesiano Galbraith en La sociedad opulenta, supone aceptar la teoría económica clásica, en la vertiente pesimista de David Ricardo y de Malthus: “Marx hizo suya la ley de bronce del salario, pero bajo una forma distinta”.[5]GALBRAITH, John Kenneth: La sociedad opulenta. Austral Planeta, Barcelona, 2020, p. 79. Esa ley consiste en mantener al trabajador en el nivel de subsistencia en el mejor de los casos, de tal manera que la pobreza es una condición irrebasable del capitalismo. Ahora bien, el desmentido de la teoría económica clásica realizado por Keynes, y para el que la religión interna mooreana resultaba insuficiente, sobre todo enfrentada a la religión alternativa del proletariado, se produce también en el orden filosófico y epistemológico, pues como recuerda para el Club de la Memoria: “Todo estaba bajo la influencia del método de Moore, de acuerdo con el cual uno podía esperar aclarar nociones esencialmente vagas mediante la utilización de un lenguaje preciso y la formulación de las preguntas exactas.” (p. 98) Pues bien, lo que sostengo es que ese abandono de la teoría económica clásica no es independiente de un singular peregrinaje o deriva desde la ecuación y la ausencia formalista de ambigüedad, al lenguaje ordinario y los conceptos tolerantes con los casos fronterizos en ciencias sociales, tal y como lo expone John Coates en un libro, The claims of common sense, tan instructivo como polémico al interpretar por ejemplo la deconstrucción como una negativa contra la ambigüedad del lenguaje ordinario, más que como su enfatización.[6]COATES, John: The claims of common sense. Moore, Wittgenstein, Keynes and the social sciences. Cambridge University Press, Cambridge, 2007.
En ese tránsito no se halla solo, sino que será fundamental el socorro de figuras amigas. Me refiero a Frank Ramsey y a Piero Sraffa. El primero, cuyo genialidad removió el mundo de Cambridge, a menudo tan cerrado, a pesar de su corta vida, introdujo un gradiente pragmático en el terreno de las creencias de enorme valor para Keynes, ya que creer en algo sobre todo se refiere a cierta propensión a hacer tales o cuales cosas, como estudia Giovanni Tuzet en Perché è meglio credere il vero, una estupenda introducción al pensamiento de Ramsey, quien combina de manera muy afortunada una tarea deflacionista de la verdad, como enfática y redundante, y que tendrá un largo porvenir con Tarski o Donald Davidson, con la idea pragmatista de la creencia de William James o Peirce.[7]TUZET, Giovanni: Perché è meglio credere il vero, en RAMSEY, Frank Plumpton: Sulla verità e Scritti pragmatisti. Quodlibet, Macerata, 2020, p. 13. Hay otro aspecto en el que la participación de Ramsey, quien fue promovido dentro de Cambridge con el influyente club de los Apóstoles por el propio Keynes, resultó fundamental a mi juicio en la consolidación de una nueva visión e incluso en el descubrimiento de lo que hoy llamamos macroeconomía, asociado a esta perspectiva diversa. Lo que separa a nuestro protagonista de la economía clásica, ya sea en la versión optimista de Adam Smith, o en la pesimista de David Ricardo, a la que pertenecería el propio Marx, y aquí no estaría de más traer a colación el lúcido diagnóstico de Michel Foucault, quien inserta con firmeza la derivación revolucionaria marxiana en la matriz cognitiva de Ricardo[8]FOUCAULT, Michel: Les mots et les choses.Une archéologie des sciences humaines. Gallimard, Paris, 1966, p. 273. es su determinismo mecanicista. Precisamente por ello emprende un estudio sobre una epistemología de la incertidumbre. Si bien su tratado sobre la probabilidad fue desmontado por el mismo Ramsey, de manera tan acertada como implacable, sobre todo en Verdad y probabilidad, un largo artículo póstumo de 1926, pero ya adelantada en una recensión de 1922 en la que se permite algunas ironías sobre Keynes como supervisor montañero, en la que afirma que “no parece realmente haber cosas tales como las relaciones de probabilidad que él [Keynes] describe. Supone que, al menos en ciertos casos, pueden percibirse; pero hablando por mí mismo, estoy seguro de que esto no es verdad. Yo no las percibo y, si me tengo que convencer de que existen, debe ser mediante un argumento.”[9]RAMSEY, Frank Plumpton: Obra filosófica completa. Comares, Granada, 2005, p. 257. Una epistemología de la incertidumbre, esto es, un saber de lo que no sabemos (con certeza), no se puede resolver satisfactoriamente con las melladas herramientas del common sense de Moore ni con una suerte de esencialismo platónico como el de esas esquivas relaciones objetivas de probabilidad. Pero, en el otro lado, Ramsey se niega a permitir una lectura psicológica de la probabilidad subjetiva, dado que el rechazo del psicologismo es mot d ̍ ordre tanto en la fenomenología continental como en la filosofía analítica anglosajona, por lo que ha de interpretar la probabilidad a partir de una creencia disposicional. Y es aquí donde Keynes ha de admitir que sus primitivas creencias juveniles carecían de algo fundamental, a saber, de su traducción a la acción, aunque ese activismo le distanciase tantas veces de sus amigos estetas de Bloomsbury. Es preciso emplearse en la intervención económica para poder desentenderse de la inseguridad que nos esclaviza a la economía misma. Porque esta ha de ser medio y no fin, una herramienta para vivir con todo lo que no sabemos. Y esta vida buena está de acuerdo con el último capítulo de los Principia Ethica de Moore, el dedicado al Ideal,[10]MOORE, George Edward: Principia Ethica. Crítica, Barcelona, 2002, pp. 211-251. del que todavía es capaz de escribir Keynes: “No conozco nada comparable en la historia de la literatura desde Platón. Y es mejor que Platón porque está bastante desprovisto de fantasía. Transmite la belleza de la literalidad de la imaginación de Moore, la intensidad pura y apasionada de su visión, sin ilusiones ni disfraces.” (p. 106). Para eso la economía, para poder dedicarnos al cultivo de la belleza y del amor, sin la presión continua de la inseguridad económica. Una vez que hemos comprendido que, a diferencia de lo que afirma la teoría clásica, no existen los automatismos. En sus Ensayos de persuasión, de los que Joaquín Estefanía ha editado una selección, con una introducción que bien podría servir como libro de texto para saber de Keynes, hay uno, el titulado El fin del laissez-faire (del 1926), que deconstruye el principio del no intervencionismo liberal sobre el mercado, remarcando que este imperativo lo buscaremos inútilmente en Adam Smith, puesto que es Jeremy Bentham quien lo formula por vez primera.[11]ESTEFANÍA, Joaquín: Keynes, las posibilidades económicas de nuestros nietos. Siete Ensayos de Persuasión. Taurus Penguin, Barcelona, 2015, pp. 150-151. Sea como fuere, ya está de alguna manera contenido en el orden providencial del mercado dejado a su propio automatismo según Adam Smith, en condiciones de competencia perfecta. Keynes demuestra que esto no es así y que el ajuste entre la oferta y la demanda propuesto por la célebre ley de Say podría no tener nada de automático, esto es, con periodos prolongados de sobreproducción y subconsumo, y con el corolario, que así se volatizaría, de que la desocupación sólo puede ser transitoria, entre dos empleos, o voluntaria. Lo que Keynes descubrió es algo que ahora nos parece obvio, me refiero al hecho de que el capitalismo puede sobrevivir con largos periodos de desempleo, más estructurales que episódicos. Para que la economía de mercado pueda servir al Ideal de Moore, tal y como desarrolla Jesper Jespersen en un estupendo libro dedicado a las bases filosóficas de su teoría económica, es fundamental tener en cuenta la demanda efectiva, ya que la producción no genera automáticamente la demanda, debido al ahorro o al atesoramiento, lo que se hace tanto más significativo dada la complejidad de los intercambios financieros.[12]JESPERSEN, Jesper: John Maynard Keynes. Un manifesto per la “buona vita” e la “buona società”. Castelvecchi, Roma, 2015, pp. 76-77. Por ello Keynes pondrá en circulación el concepto de demanda efectiva, así como los instrumentos de los que ha de valerse el Estado para equilibrar el mercado revitalizando la demanda, aun a costa de políticas fiscales evitables en otras condiciones óptimas. Puesto que el objetivo, si se quiere que el capitalismo sobreviva, tiene que ser el de permitir la máxima igualdad dentro de la libertad, con objeto de lograr esa buena vida ideal, exenta de inquietudes materiales perentorias.
Y he aquí donde se produce la gran paradoja del keynesiano, que es la de un liberal que aborrece la revolución, pero cuya política será fuente de inspiración de la izquierda, desde la socialdemocracia al marxismo revolucionario. Eso se debe, en parte, a la presencia de izquierdistas entre sus mejores amigos y colaboradores, por ejemplo, Joan Robinson, quien demostraría que la noción de demanda efectiva ya está prefigurada en El Capital, pero ahora, debido a la longitud ya excesiva de mi comentario, prefiero ocuparme de Piero Sraffa. La figura de Sraffa parece sacada de una película de Orson Welles, dada su radical ambigüedad, pero de un modo, aunque indirecto, es la que ha originado todo este escrito, pues es un regalo bellísimo, no sólo por su contenido sino por quién me lo hace, el que me lleva a él y, por lo tanto, a Keynes, del que fue gran amigo. El regalo es La casa de los veinte mil libros de Sasha Abramsky, en la que cuenta la vida de su abuelo Chimen Abransky.[13]ABRAMSKY, Sasha: La casa de los veinte mil libros. Periférica, Cáceres, 2016. Porque el abuelo Chimen tuvo una grande y fructífera relación con Sraffa, cenando con frecuencia en el Trinity College, y dada la pasión compartida por ambos con Keynes por los libros raros y manuscritos resulta impensable que Abramsky no hiciese negocios con éste. Es la colaboración y la pesquisa de Sraffa con Keynes la que les permite editar el Abstract de David Hume, restituyéndole a éste y no a Adam Smith, la autoría. El texto de Hume es tanto más interesante para nosotros, por cuanto incluye el pasaje del juego de billar y la causalidad, que pone las bases ontológicas para un desmantelamiento de la tesis mecanicista. Sobre este aspecto resulta harto recomendable el pequeño ensayo de Franco Dioguardi[14]DIOGUARDI, Franco: L’enigma del Trattato. John M. Keynes e Piero Sraffa alle prese con un mistero del Settecento. Donzelli, Torino, 1999. Me parece que sigue esta vía microhistórica de Lo Piparo y Canfora, que ha reabierto no sin polémica el estudio sobre Gramsci y Sraffa, por ejemplo, en torno al cuaderno de la cárcel del primero, desaparecido a su muerte, y en el que presumiblemente podría leerse una crítica durísima del estalinismo.[15]LO PIPARO, Franco: L’ enigma del quaderno. La caccia ai manoscritti dopo la norte di Gramsci. Donzelli, Torino, 2013. Sabemos que Sraffa pudo llevar esos escritos a Inglaterra, puesto que comentó algo de su contenido, por lo menos el que interesaba a la lingüística, con el mismo Ludwig Wittgenstein, quien le dedicaría, junto al ya mencionado Frank Ramsey, el prefacio de 1945 de las Investigaciones filosóficas, en el que no deja dudas sobre el papel que los dos jugaron en su modificación de los puntos de vista anteriores, sostenidos en el Tractatus.[16]WITTGENSTEIN, Ludwig: Philosophical Investigations. Basil Blackwell, Oxford, 1981, p. viii. Al menos desde los trabajos seminales de Rossi-Landi sobre semiótica, se ha entendido, como muestra Hugo Mancuso en De lo decible, que la aportación gramsciana de Sraffa en sus conversaciones con Wittgenstein fue fundamental para su nuevo enfoque sobre los juegos de lenguaje, más orientado hacia la pragmática y la práctica social de la comunicación.[17]MANCUSO, Hugo R.: De lo decible. Entre semiótica y filosofía: Peirce, Gramsci, Wittgenstein. Sb Editorial, 2010, Buenos Aires. Académicamente, la aportación más significativa de Piero Sraffa es la edición de las obras de David Ricardo. Tanto Chimen Abramsky como Sraffa eran comunistas. En realidad, fantaseo con que el cuaderno perdido de Gramsci, hurtado no sólo al fascismo italiano, que no parecía estar demasiado interesado por él, sino también a la censura del Komintern, hubiese acabado en el nº 5 de Hillway, Highgate, la residencia y atestada biblioteca de Chimen, a quien Sraffa le debía no pocos favores, entre otros, la posesión de un ejemplar de una primera edición de Malthus y de las Meditaciones cartesianas, que no debían de haber pasado desapercibidas a la avidez del propio Keynes como coleccionista. Quién podría asegurar qué es lo grande o lo pequeño entre hombres tan grandes como estos.
| Título: Dos recuerdos |
|---|
|

Referencias
| ↑1 | SKIDELSKY, Robert: Keynes. RBA, Barcelona, 2014. |
|---|---|
| ↑2 | KEYNES, John Maynard: Dos recuerdos. Acantilado, Barcelona, 2006, pp. 8-9. (En adelante se citará sólo con el número de página entre paréntesis). |
| ↑3 | CARTER, Zachary D.: El precio de la paz. Dinero, democracia y la vida de John Maynard Keynes. Paidós Planeta, Barcelona, 2021, p. 109. |
| ↑4 | BELL, Quentin: El grupo de Bloomsbury. Taurus Penguin, Barcelona, 2021, p. 85. |
| ↑5 | GALBRAITH, John Kenneth: La sociedad opulenta. Austral Planeta, Barcelona, 2020, p. 79. |
| ↑6 | COATES, John: The claims of common sense. Moore, Wittgenstein, Keynes and the social sciences. Cambridge University Press, Cambridge, 2007. |
| ↑7 | TUZET, Giovanni: Perché è meglio credere il vero, en RAMSEY, Frank Plumpton: Sulla verità e Scritti pragmatisti. Quodlibet, Macerata, 2020, p. 13. |
| ↑8 | FOUCAULT, Michel: Les mots et les choses.Une archéologie des sciences humaines. Gallimard, Paris, 1966, p. 273. |
| ↑9 | RAMSEY, Frank Plumpton: Obra filosófica completa. Comares, Granada, 2005, p. 257. |
| ↑10 | MOORE, George Edward: Principia Ethica. Crítica, Barcelona, 2002, pp. 211-251. |
| ↑11 | ESTEFANÍA, Joaquín: Keynes, las posibilidades económicas de nuestros nietos. Siete Ensayos de Persuasión. Taurus Penguin, Barcelona, 2015, pp. 150-151. |
| ↑12 | JESPERSEN, Jesper: John Maynard Keynes. Un manifesto per la “buona vita” e la “buona società”. Castelvecchi, Roma, 2015, pp. 76-77. |
| ↑13 | ABRAMSKY, Sasha: La casa de los veinte mil libros. Periférica, Cáceres, 2016. |
| ↑14 | DIOGUARDI, Franco: L’enigma del Trattato. John M. Keynes e Piero Sraffa alle prese con un mistero del Settecento. Donzelli, Torino, 1999. |
| ↑15 | LO PIPARO, Franco: L’ enigma del quaderno. La caccia ai manoscritti dopo la norte di Gramsci. Donzelli, Torino, 2013. |
| ↑16 | WITTGENSTEIN, Ludwig: Philosophical Investigations. Basil Blackwell, Oxford, 1981, p. viii. |
| ↑17 | MANCUSO, Hugo R.: De lo decible. Entre semiótica y filosofía: Peirce, Gramsci, Wittgenstein. Sb Editorial, 2010, Buenos Aires. |