A falta de media hora para las dos, dejan salir a los internos. El jardín es una amplia extensión de hierba rala, árboles plantados sin ton ni son y bancos de piedra desparramados al tuntún. Aún así, exhibe una onírica belleza radicada en su desorden. El estómago lleno, la medicación recién administrada y el cálido sol brillando alto, asegura que los locos estén tranquilos. Cuatro de ellos mantienen una extraña sintonía. Salen siempre o, todos o, ninguno. Aunque después se dedican a su propio desvarío y no se hacen ni caso durante la hora y media que dura el esparcimiento. Nadie sabe que se tienen siempre controlados por el rabillo del ojo, conscientes en todo momento de la presencia de todos y cada uno. Si un día, cualquiera de ellos, no sale porque tiene pendiente un encefalograma, los otros tres se quedan en la sala común observando las partículas de polvo que flotan aleladas por la luz de la tarde. A número uno lo llaman “el predicador” porque se pasa el tiempo recitando salmos de sabiduría con sorprendente elocuencia, teniendo en cuenta que es disléxico. Al escucharlo, nadie puede dejar de sentir una extraña bienaventuranza de elegido. A número dos, “el bichos”. Cuando les dan el permiso para romper la fila, corre hacia los árboles, se tumba boca abajo con agilidad de atleta y pega el oído a la hierba, atento a los secretos mesiánicos que dice le cuentan las hormigas sobre la llegada del fin de los tiempos. “Mañana lloverán alfileres en el desierto de Kalahari. El Apocalipsis está dos años, siete días y treinta horas, más cerca”. A número tres, “el doctor”. Ese, diagnostica extrañas dolencias a quienes (bastantes) se dejan caer por su improvisada consulta en el banco según se sale a la derecha. Carcoma en el corazón, resfriados de pie, agorafobia púbica, viento en el menisco, exceso de dulzura intestinal, rabia por hambre. Los tratamientos los prescribe en envoltorios de caramelos con tinta invisible. El número cuatro no tiene apodo. Callado, melancólico y lector, es el único loco de amor del sanatorio. Seis meses ha tardado en aprenderse de memoria “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Estos últimos días se ha dedicado a estudiar los puntos débiles en la seguridad de la institución mental. Está pergeñando un plan de fuga. Cuando esté fuera, irá a recuperar a su amada, a pesar de saber que se ha casado con aquel broker de tres al cuarto y espera su primer hijo. Se ha dado cuenta de que la vigilancia es laxa. El director del psiquiátrico debe creer que loco es lo mismo que zoquete. En el cuaderno que le dieron para que escribiera sus versos libres como terapia, perfecciona su proyecto y luego se hace un croquis en el brazo para mostrar a sus compañeros. En la siguiente salida al jardín, se sube la manga de la bata. Al ver los garabatos, a número uno, dos y tres les brillan los ojos. Los monitores se extrañan de verlos juntos. ¡Bah!, serán cosas de majaretas, piensan. El día X, “el bichos” da el visto bueno debido a la buena conjunción de estrellas que se va a dar esa noche según un escarabajo pelotero. “El doctor” diagnostica al crédulo vigilante nocturno un sueño extremo por compasión que le asaltará esa noche. “El predicador” tiene la misión de vencerlo recitándole un salmo soporífero a las ocho en punto y el loco de amor robará un juego de llaves a la jefa de enfermeras, encandilándola con sus poesías o, si fuera necesario, haciéndole el amor. Es un plan imposible, condenado al fracaso Sin embargo, tendrá éxito. Todos han olvidado algunos de los axiomas del libro secreto de los manicomios. Que el vigilante nocturno es el que menos luces tiene, que la cordura es la más común de las locuras o que cuatro locos hacen un cuerdo.
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