Vivaldi compuso un concierto para flauta en el que el solista ha de imitar su trino. El canto del jilguero es alegre y el plumaje tricolor de su cabeza lo hace inconfundible con otras especies. Prefiere ambientes calurosos y habita las lindes de los bosques, campiñas y zonas agrícolas. De momento, no puede considerarse en extinción. Es muy difícil que un ser tan inocente desaparezca para siempre, porque la esperanza –como su gorjeo- brota de manera incesante, a pesar de las adversidades.
Jesús, el protagonista de esta historia, evoca constantemente una visión de su pasado, en la que un pintadillo cantaba enjaulado en un ático de Madrid. Lo hacía despreocupado, sin esperar nada a cambio; tampoco necesitaba un público entusiasmado, ni la compañía de sus semejantes. Le bastaba su canturreo para desplegar unas alas que no podían alzarse, ni volar. Del mismo modo, Jesús ha decidido recluirse en el campo, entre espesura y caminos intrincados, para huir del acoso mediático y abandonarse a la reflexión profunda y absoluta. Así, pretende abstraerse de la realidad y curar sus heridas, apartar el peso de las consecuencias, transfigurarse, ser como el carduelis carduelis, iniciar un vuelo donde decenas de furtivos husmean sin cesar y siguen su rastro muy de cerca con el objetivo de atraparlo.
La novela se titula “Un jilguero en el ático” (2023) y tuve el gran privilegio de que Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957), su autor, me la regalara y dedicara el nueve de enero de este mismo año. Aunque tarde, descubrí a Alejandro por una suerte de inolvidables casualidades y, desde entonces, me propuse conocer su obra. Es autor de varios poemarios, como “El valle de los tristes” (1985) y “Las voces derrotadas” (2011); de ensayos sobre la desaparición del ámbito rural y de once novelas, como “El libro de las aguas” (2007), que fue adaptada al cine por Antonio Giménez-Rico. Según Javier Ortega, su último libro constituye un compendio magistral de todas sus publicaciones, donde nos sumerge en ese universo mágico, auténtico y embriagador que es propio, inherente a él y a su narrativa.
Hay tres partes fundamentales en ella, que se corresponden con el infierno, el purgatorio y el cielo; pero no como lugares, sino como estados por los que pasa Jesús, un sacerdote que acaba de someterse a un juicio y que no halla alivio en la sociedad, ni en sus leyes. “Un hombre huido es un árbol deshojado en mitad de una nada enorme y silenciosa”[1]LÓPEZ ANDRADA, Alejandro. 2023. Un jilguero en el ático. Madrid: Almuzara, p. 21, que mira al horizonte y sólo ve el ocaso, sin atisbo de amaneceres que mitiguen tanta oscuridad. Es también un animal lastimado, arrastrándose por la tierra, buscando una guarida donde descansar del dolor, de la calumnia y de la difamación; y donde ganar tiempo para despistar a sus captores. ¿Cómo seguir siendo uno mismo, cuando la opinión de los demás es el dogma y las dudas lo asaltan cada madrugada? “En este lugar no sirven los relojes”[2]Ibíd., p. 61, ni el mañana; pues el tiempo se ha detenido, aunque todo siga su curso y no tenga intención de aguardar a nadie.
Infierno. Beatriz, sus ojos, el amor y la carne. Renunciar a ella por el sacerdocio. Pérdidas. Restos, trozos del pasado, infancia. Silencio y soledad para volver a ser, a renacer. La tortura eterna del alma. Arrojarse a las llamas, quemarse para pagar por las faltas cometidas. Enterrarse en el subsuelo y respirar apenas. Mantener un latido imperceptible, como castigo. El miedo y el sufrimiento que este provoca, como cilicios autoimpuestos. No hay sentencia que dicte ningún dios, sino aquella que elegimos nosotros. ¿Estar muerto o vivir lamentándose? Infierno.
Purgatorio. La virtud convive con el pecado, como la fe con la duda; y el abismo, con la luz. El recuerdo de la vieja Ceferina y sus augurios. La culpa, la culpa, la culpa. La transición entre la purificación y la expiación. La vocación en sus años de juventud. El jilguero que canta, aun estando preso. Su hermano, un hombre transparente en sus intenciones, como único nexo con la realidad. Nazario, el guarda rural, que no rehúye su mirada. Un niño que corre por la pradera, mientras un enjambre de abejas lo persigue. Veneno. Agonía. Serenidad. Un paréntesis entre la vida y la muerte. Purgatorio.
Cielo. Ángeles que velan sus sueños. La luz. “Uno aprende a amar casi siempre equivocándose”[3]Ibíd., p. 122, pero no a perdonar. Se puede volver a odiar. El don del perdón. La virtud. El futuro no existe, pero el presente lo palpamos y sentimos en la piel, en los pulmones, en el estómago, en el sexo, en cada parpadeo. Ahora. Recomenzar. La pureza del ser humano. Cielo.
Jesús tendrá que hacer frente a lo más difícil en esos días de destierro e introspección: contemplarse a sí mismo, sin ayuda, sin excusas. Tan sólo la naturaleza podrá darle aliento y consuelo, como una madre que arropa y calma. Su arrullo no será infinito, pues todos hemos de desprendernos de la matriz, llorar al salir al mundo y soportar la ceguera inicial de la claridad.
Almadén, Guadalmez, Santa Eufemia, Zarza Capilla, entre otros, son escenarios descritos y rememorados por el protagonista, que nos ayudarán a situarnos en nuestro propio territorio, en esa España rural que va expirando con los jóvenes que emigran a la ciudad en busca de oportunidades, con los niños que no nacen, con una falta de perspectiva ante la insostenibilidad de los núcleos urbanos masificados.
Un jilguero en el ático es un reencuentro, un paseo donde la percepción se agudiza y no importa el recorrido lineal. El lector sentirá el impulso de ofrecer auxilio a Jesús, pero acabará por darse cuenta de que sólo él puede llevar a cabo esa tarea, tan espiritual e inevitable.
Título: Un jilguero en el ático |
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