Hace tiempo que dejé de ir a comer con mis compañeros al bar del juzgado para hacerlo en mi despacho. Aunque sus platos difícilmente habrían satisfecho las expectativas del gourmet más exigente, sería injusto achacar mi decisión a la calidad de lo servido: de hecho, también había ido allí algún domingo con los niños. Mi elección tampoco guardaba relación con la crisis, ya que sus precios eran razonables. Fue fruto de la casualidad, supongo. No recuerdo cómo probé mi primer expediente, pero sí su agradable sabor en mi paladar. Devoré providencias y papel timbrado con fruición desde ese día hasta la mañana en la que el juez entró en mi despacho alertado por los muchos documentos que últimamente se habían, digamos, traspapelado. Innecesario fue improvisar una excusa plausible: mis carrillos hinchados de celulosa me delataron. Dejó sobre mi escritorio una apelación particularmente incómoda. Ya sabe qué hacer con ella, dijo.