El macho joven se cansa de hacer chocar las piedras entre sí y las deja caer. Lo releva otro macho, este de más edad, pero tampoco tiene éxito en la empresa. Gruñen los más ancianos mientras una hembra, indiferente, se rasca el culo y se huele los dedos. Se abre paso desde el fondo otro macho, y van doce o trece ya, quien recoge ambas piedras del suelo y golpea la una contra la otra. Saltan algunas chispas, pero estas no provocan más que el desencanto del semicírculo formado por los miembros de la tribu. La hembra que andaba despiojando a su prole se incorpora y, como si acabara de dar una muda señal al resto del grupo, la van imitando los demás. Abandonan el umbral de la cueva con la cabeza gacha y arrastrando los pies. Mañana, probablemente, se reunirán de nuevo. Mañana, probablemente, vencerán el desánimo y volverán a intentar extraer de esas piedras aquellos mismos sonidos, tan gratos, tan placenteros, que de forma casual obtuvieron la última noche que hicieron fuego.