Si como dijo el poeta, la amapola es la novia del campo, el tomate es el rey de la huerta y lo sabe.
Por enero, o más o menos por enero, se comienza con los semilleros y la selección de variedades. Algunos para picadillos y ensaladas, otros para guisos y salsas, alguna semilla peculiar y autóctona cuidada y conservada por hortelanos expertos.
Son entre dos y tres largos meses de cuidados hasta que pasan a su lugar definitivo en el huerto. Busco la mejor ubicación para que nada les perturbe, los semilleros deben tener sol, pero cuidado con las corrientes de viento, el frío puede acabar con ellos. Los meto en casa durante la noche, los vuelvo a sacar, inquieta porque no brotan y así voy probando durante semanas sin tener claras sus necesidades. Cuesta entender que esperan de mí, que necesitan, que cuidados les falta o les sobra. Un día de sol, después de alguna lluvia, comienzan a asomar brotes, siempre más de los que espero y se me llena el pecho de alegría, orgullosa porque lo he conseguido. El primer año, cuando brotaron, creí que no tendría tierra para tanto tomate pero ahora sé que muchos irán cayendo solos, por exceso de agua o justo lo contrario, precipitados al suelo desde la mesa de cultivo, falta de ventilación o frio excesivo. Un sinfín de circunstancias que pueden alterar su ciclo. Endiosados y orgullosos, los más fuertes miran erguidos hacia al sol «aquí estoy y este lugar es mío».
La primera vez que sembré tomates lo hice en macetas, no terminó de convencerme la experiencia, era como un tomate inadaptado en un lugar que no le corresponde, no llegaban a ser ni buenos ni malos, no era su sitio. Si comienzas a tener como afición el arte de la huerta pronto descubres que mucho gira en torno al tomate, así que me mudé a una casa con un trozo de tierra para felicidad de estos y por ende de la mía propia.
Aquella huerta no tenía sentido, no seguía ningún patrón lógico. Cuando terminó la temporada de habas, en su lugar puse las pequeñas matas de tomate que habían sobrevivido al invierno. Aún quedaba alguna col que perdía su guerra contra el sol, guisantes que no se sentían cómodos tan cerca del muro del vecino, pero los dejé con su lucha. Algunas patatas a las que les faltó agua, pero con el tamaño justo para ser usados como guarnición junto al pollo.
Las tomateras pronto ocuparon más espacio del destinado en un principio. Cuando están fuertes y sanas su olor invade todo el huerto y este se convirtió en una selva donde me perdía cada tarde entre las matas llenas de flores. Salía amarilla de la cabeza a los pies, como si me hubiesen rociado de azafrán en polvo. La tierra era buena y descansada, la habían tratado bien y eso se notaba, como pasa con las personas.
Berenjenas y pimientos luchaban por defender su espacio. Tan solo las calabazas plantaban cara a los tomates, recordando que la tierra es de todos. Aunque se metían entre los huecos y se amarraban a los tallos no lograron parar aquellas matas plenas y dueñas.
Dieron los frutos más ricos que jamás he probado, la envidia de las huertas vecinas. En su defensa por el sitio acabaron con la sujeción de cañas, con pimientos que intentaban pasar desapercibidos, con el alimento de pepinos y melones que no fructificaron. Plantas fuertes y los mejores tomates, les gustaba la tierra, pero era yo la que no podía seguir viviendo allí. Guardé semillas para su siguiente hogar y algunas las regalé orgullosa a otros hortelanos.
La nueva casa es vieja, pero caliente en invierno y fresquita en verano. La tierra es mala, pedregosa y dura, pero me empeño y la trabajo. El primer año puse pensamientos y otras flores “trampa” sacrificadas para salvar a los tomates de algunas plagas. Las habas también ayudaron a mejorar la tierra, pero para las semillas que antes dieron los mejores tomates ahora nada es suficiente.
La lluvia no llega o llega mal, el frío excesivo y el sol inclemente trae nuevas plagas. Mi espalda se aqueja, los pepinos me recuerdan que existen y que este espacio les vale. Las berenjenas aguantan hasta bien entrado el invierno, calabacinos festejan por su lugar sin parar de dar frutos. Las gallinas picotean en el huerto dejando claro con quiénes podemos convivir. Cuido y respeto la tierra que como el agua no me pertenece. Chaspo con azadilla, la alimento con la misma savia que ella regala y no le exijo. Así surgen orugas, que luego serán mariposas polinizadoras. Aparecen lombrices que hacen la tierra rica y fértil para lo que ella quiera y pueda dar .
Ahora en mi huerto viven menos tomates, han sido destronados. Las habas viven felices en primavera. Tomates, pepinos, pimientos y berenjenas se respetan como iguales pero diferentes y comparten espacio pero no hilera. Mi huerto es una república cuidadosamente desordenada y feliz.