Hay que repetir la escena, aunque sea por enésima vez, pues todo está volviéndose más real. ¿Pero qué? ¿Qué es lo que está volviéndose más real? De repente, los créditos finales nos sumen ante la incertidumbre de nuestras figuradas certezas. Porque esta es un cuestión de incertidumbre y, por eso, también de lo real. De tanto observar al objeto, lo hemos modificado. Tendríamos que desprenderle un fotón de luz para poder ver donde llega todo aquello a lo que no vemos llegar. Y si lo hiciéramos, ese fotón mismo modificaría la velocidad de esa partícula. Todo está volviéndose más real, pero ya ha cambiado. Está modificado. Sabemos por Lacan que lo real en la percepción, esa brecha en la percepción que equivale a una brecha en la razón discursiva, es la síntesis dialéctica del perceptor y lo percibido. La diferenciación entre el perceptor y lo percibido está cimentada por el lenguaje, lo simbólico, que lleva al sujeto a verse a sí mismo como constructor de lo que percibe, y que absorbe la identificación objetual del estadio del espejo e imposibilita la interioridad indiferenciada del objeto percibido en lo imaginario. La imagen unificada del cuerpo no se ajusta a la experiencia de la percepción tal como se establece en lo imaginario, como múltiple y diferenciada, como flujo fenoménico de formas, sino que la transforma, de manera conflictiva, de la percepción a la apercepción, de la multiplicidad a lo múltiple en la intuición a priori, en términos kantianos, que sería un atributo de lo simbólico lacaniano. Entonces, ¿de qué estamos hablando aquí?
Elizabeth Berry (Natalie Portman) ha modificado a Grace Atherton-Yoo (Julianne Moore), pero también ha sido modificada, a su vez. De repente, lo percibido ya no se duplica, por lo que no contiene alteridad ni diferenciación. La nueva imagen de la percepción da lugar a la proyección del yo en lo percibido, es decir, aquello que se encuentra también en la imagen onírica y en la fantasía, el fantasma o la alucinación. Inciertos, hemos sido modificados, fragmentados en relación a la imagen primera. Pero entonces, como decía al principio, la película termina. Todd Haynes ha conseguido incomodarnos con Secretos de un escándalo (May December, 2023), su obra maestra hasta la fecha, que supera tanto la sobrevaloradísima Lejos del cielo (Far from heaven, 2003) como la ya de por sí extraordinaria Carol (2015). Si nos sentimos incómodos no es solo por esa historia, basada en hechos reales, de una mujer madura que se enamora de un preadolescente y queda embarazada de él, sino también por lo que los ojos de Elizabeth (impagable Portman) han permitido que nosotros veamos: los hilos inseguros que baten, y a la par sostienen, una pareja de larga duración.
La película de Haynes está plagada de motivos y simbolismos visuales que apuntan en gran medida a los temas centrales de la película: el engaño, la imitación y la dualidad de caracteres. El argumento es, no lo olvidemos, exiguo: Elizabeth Berry es una célebre actriz del método, que visita a la controvertida pareja formada por Grace (Julianne Moore) y Joe (Charles Melton) con el fin de conocerla mejor a ella, para interpretarla en una película de Hollywood cuyo rodaje es inminente. Exiguo, en efecto. Casi minúsculo. Pero Haynes sabe que no es aquí, en la trama, donde tiene que decírnoslo todo, sino en su simbolismo reflexivo e incómodo: espejos físicos, autoevaluaciones por parte de personajes clave… cualquier pequeño detalle es significativo. Pese al impagable dúo que forman las dos mujeres, no puede, además, pasarse por alto el personaje de Joe, que vive junto a su mujer en un pequeño mundo insular de autoproclamada ingenuidad, al abrigo de la mirada pública y la prensa sensacionalista internacional, y cría mariposas monarca. Por cierto que esta fascinación por la cría de insectos nos vuelve a acercar a Patricia Highsmith, a la que obsesionaba esta cuestión, y cuya novela Carol había adaptado, como sabemos, el propio Haynes. Uno diría que las mariposas representan la metamorfosis de Joe y su propia ansia de libertad, pues serán liberadas en cuanto crezcan, debido a la crisis poblacional que sufre esa especie. Y yo pienso que, al final de la película, el propio Joe se da cuenta de que ha descubierto una nueva liberación cuando dos de sus hijos se gradúan en el instituto, dejándoles a él y a Gracie como discutibles cabezas de familia al marcharse a la universidad. Joe era un joven adolescente cuando asumió la responsabilidad de sus hijos como padre, mientras Gracie cumplía la pena máxima de prisión, y se vio privado de gran parte de su adolescencia. Todavía relativamente joven, a sus 36 años, tiene gran parte de su vida por delante y libera a las mariposas, poco antes del final, con un atisbo de posibilidad para su propio futuro. La fascinación de Joe por las mariposas monarca también parece una afición más bien infantil, otro indicio de cómo le fue arrebatada una infancia normal y puede que, en su actitud, deje traslucir cómo no se ha desarrollado del todo, emocional y mentalmente, como adulto. Quod erat demonstrandum: cuando él y Gracie discuten hacia el final de la película, mientras Joe solloza y se acobarda como un niño al que han pillado haciendo travesuras. Quod erat faciendum: la metamorfosis de las mariposas representa la transición de Joe de la inmadurez a la madurez y la oportunidad de empezar de nuevo, como le han sugerido tanto Elizabeth como su padre.
Por otra parte, los espejos y reflejos actúan como símbolos de dualidad, imitación, imagen y engaño: Elizabeth refleja a Gracie, pero también busca la verdad bajo su imagen exterior. Varios planos de la película, especialmente la toma larga en la que la hija de Gracie se prueba un vestido de graduación, experimentan con reflejos en espejos para insinuar una dualidad de caracteres tanto en Gracie como en Elizabeth. Ambos personajes se presentan por fuera de forma muy diferente a como se sienten por dentro, un indicio de lo performativas que son ambas, incluso antes de que Elizabeth comience a devenir Gracie. Esta dualidad e imitación también apuntan a un engaño oculto en ambas, ya que Elizabeth refleja a Gracie para interpretar su papel con precisión, pero no para entenderla de verdad, y Gracie esculpe su imagen, de alguna forma, para ser percibida como le gustaría en la película de Elizabeth. Tanto Gracie como Elizabeth saben lo que es estar bajo la omnipresente mirada pública y son muy conscientes de cómo aparecen ante una cámara. La cámara está colocada muy intencionadamente en Secretos de un escándalo, captando a menudo los distintos ángulos de sus perfiles como lo haría un reportero o una cámara cinematográfica. Los recurrentes zooms del director de fotografía Chris Blauvelt son, como en el mejor cine de Robert Altman, por ejemplo, un lenguaje psíquico, psicoanalítico: cómo miramos y cómo nos proyectamos en lo que vemos y lo que nos mira, como diría Didi-Hubermann: el de un poder de la mirada prestado a lo mirado mismo por el mirante: Esto me mira[1]DIDI-HUBERMAN, Georges. 1997. Lo que vemos lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial, p. 94. Pero hay también una escena en la que la propia cámara actúa como espejo mientras Gracie enseña a Elizabeth a maquillarse. Desde esta perspectiva, vemos tanto a Gracie como a Elizabeth enmascarando su verdadero yo especular, pero más aún para el público, ya que su imagen está diseñada tanto para ellas como para los espectadores. Las técnicas del método de actuación de Elizabeth disfrazan la crueldad de profesionalidad. El comportamiento de Elizabeth como famosa actriz del método es tan performativo como sus imitaciones de Gracie. A lo largo del mes de mayo, Elizabeth se permite la libertad de seguir el proceso de su método.
Esto la lleva a hacer cosas incluso despreciables, como convencer a Joe de que engañe a Gracie. Las técnicas de actuación por método de Elizabeth parecen una excusa para sus oscuras intenciones y sus maniobras serpenteantes al introducirse en una vida que no es la suya. Gracie empieza a ver a Elizabeth como alguien que también está protegida de enfrentarse a la realidad de sí misma por su autoproclamada ingenuidad. La película de Haynes trata, en gran medida, de la incapacidad de los personajes principales para mirar la verdad sobre sí mismos por miedo a que les escandalice, les disguste o les destruya, algo de lo que Elizabeth, Gracie y Joe son potencialmente culpables. No se elogia solo a un actor por la sinceridad y la honestidad de su interpretación, sino por su aproximación a lo que percibimos como real y, por eso, aunque la mayoría de los relatos cinematográficos de historias reales recurren a la suplantación, y el espectador lo premia, la película de Haynes no es, en absoluto, ni creo que lo pretenda, una adaptación directa, ni mucho menos. Más bien, Haynes y el guionista Samy Burch la aprovechan para crear algo mucho más delicado y apetecible: explorar los conceptos ya mencionados de suplantación e interpretación introduciendo en el redil a una actriz que, por conocida que sea, no parece haber sido una gran actriz. Si su búsqueda de algo real parece agotadoramente urgente, si sus astutas observaciones de los gestos y la rutina de maquillaje de Gracie y sus tenaces preguntas a la familia y los conocidos de Gracie parecen más cercanas a una investigación que a un viaje de investigación, es porque Elizabeth es una cáscara. Por una vez, resulta apropiado que apenas tengamos una idea de su vida o de su personalidad más allá de esto; todo su ser está envuelto en convertirse en los demás.
Uno podría encontrar aquí similitudes, dado que el concepto del doble está omnipresente, con Persona (Ingmar Bergman, 1966) y también con Mulholland Drive (David Lynch, 2001), pues en ambas la protagonista empieza a ser incapaz de distinguirse de su contraparte. Haynes, siempre cuidadoso con la composición de cada encuadre y la colocación de los actores en él, muestra con frecuencia a Elizabeth imitando a Gracie. La antedicha escena del probador, en la que Gracie y Elizabeth observan a la hija de Gracie, Mary (Elizabeth Yu), nos permite observar a la pareja sentada una al lado de la otra: su imagen se duplica gracias a los espejos que las rodean (en casi todas las escenas que comparten, Elizabeth y Gracie se miran directamente a un espejo o tienen un espejo detrás, lo que comunica visualmente la forma en que se reflejan la una a la otra), Elizabeth se peina y mueve mientras Gracie realiza las mismas acciones. Pero Elizabeth también intenta acercarse a Gracie de formas mucho más inquietantes. Visita la tienda de animales donde Gracie y Joe fueron capturados y simula el acto sexual a solas en el almacén. Expresa descaradamente su atracción por Joe (que, en este punto, tiene más o menos la misma edad que ella) y, al revisar las cintas de las audiciones del joven actor que va a interpretar al Joe adolescente en la película, opina que deberían ser más sexis. Evidentemente, todo esto sería incapaz de funcionar a la perfección sin las comprometidas y deliciosas interpretaciones de dos de las mejores actrices de Hollywood. Portman rara vez ha estado mejor y Moore, aunque tiene, en comparación, el papel menos llamativo de los dos, resulta igual de poderosa. No tardamos en averiguar que ella padece un trastorno de la personalidad: el perturbador instante en que echa la culpa de la forma en que comenzó su relación a Joe y lo mismo el hecho de culpar a Elizabeth de lo que acontece en su familia. Estas interpretaciones (en particular, la falsa dulzura de Portman), el aspecto sensacionalista de la historia y la extraordinaria partitura de piano, dramática y discordante de Marcelo Zarvos –en el fondo una adaptación del tema de Michael Legrand para El mensajero (Joseph Losey, 1971), según rezan los créditos de la película-, contribuyen a que todo se remonte a esa línea entre actuación y realidad que, aunque finísima, es casi imposible de cruzar.
Como exacerbadas son también sus maniobras entre el arte de la interpretación con Elizabeth y Gracie y las revelaciones y crisis, mucho más serias, que Joe experimenta como resultado tanto de la llegada de Elizabeth como de que el último de sus hijos se prepare para abandonar el nido, cuando él mismo sólo tiene 36 años. Todos sabemos que Haynes ha tratado de emular los modos y maneras de Douglas Sirk. A veces de forma muy lograda, como en Carol, a veces fracasando estrepitosamente, como en Lejos del cielo. Por comparación, su última película tampoco queda exenta, si pensamos que los melodramas de Sirk se sirven, con frecuencia, de situaciones sensacionales (el extraño accidente de Obsesión, la familia privilegiada, pero disfuncional, en el centro de Escrito sobre el viento, la sirvienta de color que Lana Turner contrata en Imitación a la vida…) para llegar al corazón de sentimientos muy profundos y reales de amor, añoranza y pérdida que tantas películas convencionales de hoy en día parecen reacias a abrazar por completo. No se me escapa que las películas de Sirk, como las de Haynes, giran en torno a las mujeres. Como no es habitual que el aturdido espectador disfrute asistiendo a una descripción de los sentimientos de las mujeres –incluidos sus deseos, defectos o vulnerabilidades- en la gran pantalla, ciertos cineastas tienden a rebajarlos, eligiendo verlos a través de la lente de la comedia o la ironía para no tener que tomárselos en serio. Las protagonistas de Secretos de un escándalo, amén de sus deseos y necesidades, pueden ser, sin duda, mucho más oblicuas que las de las películas a las que me refiero, pero siguen siendo el centro del universo de la película. De todas formas, con independencia de la lente a través de la que se mire, la película concluye con una escena final absolutamente impactante, a la que me refería en el inicio, en la que un atisbo de la película real sobre Gracie que Elizabeth está rodando parece más pedestre y basto que natural, y cada repetición del plano se aleja cada vez más de la realidad. Haynes lo deja claro: por muy estudiada que esté una interpretación, por muy bien que se calibren todos los detalles superficiales, siempre se está arañando el corazón de la realidad, pero nunca se llega a perforar su centro. No encuentro, a diferencia de otros espectadores, motivos para la hilaridad en esta película, sino, por el contrario, sí un mecanismo, en el mejor sentido de la palabra, que parece tirar del espectador en varias direcciones a la vez, y utiliza la disociación emocional a su favor: nos hace sentir una cosa, para luego preguntarnos si no deberíamos, en realidad, estar sintiendo algo completamente diferente.
Nadie ni nada tiene límites en esta película, lo que significa que todos a su alrededor han de afrontar las consecuencias, un ciclo interminable de abusos en todas sus formas. La película es a la vez humana y mordaz. Por eso, el tratamiento estilístico del tema por parte de Haynes, que oscila entre el thriller y la mordacidad, resulta tan conmovedor. A veces parece que el propio director esté buscando el tono adecuado para contar esta historia. Ni siquiera él sabe exactamente cómo sentirse ante todo esto. Así que lo siente todo, de todas las maneras, y se asegura de que nosotros también lo hagamos. Mientras que otras películas basadas en sucesos reales ofrecen como héroes a policías heroicos o a inteligentes ciudadanos, la obra maestra de Haynes carece de ellos y, en su lugar, se transforma en una historia de obsesiones enredadas, oscura y humana. Al final, no hay un título reconfortante que prometa un cierre. No habrá esa satisfacción que otorga la justicia servida. Atrevidamente, Haynes nos deja con la inquietante sensación de que la espiral se hace cada vez más profunda y oscura, para empezar con el título original, un eufemismo pintoresco que esconde su propia oscuridad. Ese May December es el apelativo gentil que suele aplicarse a los romances en los que uno de los miembros de la pareja es mucho mayor que el otro. La sombría ironía de aplicarlo a una relación en la que hubo abusos y no pocos daños psicológicos es el primer golpe de brillantez de Haynes. Mientras Gracie habla con un ceceo, Joe tartamudea: ¿acaso son ambos indicadores de una infancia atrofiada o de victimismo performativo? Es posible que no lo sepamos nunca, de ahí la patente destreza de Haynes como director. Su exploración laberíntica del escándalo, la interpretación y las intrincadas capas de las relaciones humanas termina por desafiar nuestras propias percepciones, ahondando en los incómodos entresijos de los tabúes y los juicios sociales. Secretos de un escándalo es una película altísima, espinosa y desafiante que no posee, eso es lo más perturbador, respuestas factibles. Tampoco fiables.
Ficha técnica |
---|
|
Referencias
↑1 | DIDI-HUBERMAN, Georges. 1997. Lo que vemos lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial, p. 94 |
---|