El miedo me ha impedido escribir desde aquella tarde en que fui a fotografiar la vieja y orgullosa casona, solitaria a la vera de la huella de un camino, ruina futura a los pies de la sierra. Ese caserón, hoy abandonado, vivo tiempo atrás, es el escenario en el que transcurre buena parte de mi última novela, y para la promoción decidí hacerle varias fotos. En particular quería una buena instantánea de la balconada en la que la protagonista, de rica familia ella, espera cada noche a su enamorado, humilde habitante de la sierra, inseparable de su amigo lobo.
Una valla metálica me impedía el paso, pero no al potente zoom de mi cámara digital. Busqué distintos emplazamientos hasta que encontré el encuadre adecuado. Los últimos instantes del día me proporcionaban la luz perfecta para capturar el ambiente que deseaba. Coloqué la cámara en el trípode, ajusté el zoom y…
Esto es lo primero que escribo desde aquella siniestra tarde, y lo hago sintiendo un tenebroso frío interior. Hace años ya me había advertido un curtido escritor durante un curso de escritura creativa. Primero lo tomé como una de esas cosas extrañas que cuentan los escritores sobre sus manías. Después lo experimenté yo mismo en una dimensión asumible. Pero lo de aquella tarde… En el preciso instante en que iba a pulsar el disparador de la cámara, la muchacha salió a la balconada, el chico trepó por la pared, el lobo lo esperó abajo.