A menudo, nos disgustamos con el mundo. Si fuera un viaje en tren, nos bajaríamos en la primera estación donde se detuviera. Otras, el destello de un rayo de sol acaricia nuestra cara en una tarde de invierno y éste nos parece un espacio infinito lleno de oportunidades. Y es por ello que todos necesitamos motivos y alientos, porque vivimos, recordamos, fantaseamos. Algunos deciden reproducir o crear el mundo –un mundo, su mundo, otro mundo- con palabras. No son magos, ni alquimistas, aunque tengamos la tentación de creerlo así. Simplemente, componen la melodía que resuena en nuestra psique, la desbaratan para hilarla y compartirla con quienes se atrevan a su lectura.
En esas disquisiciones andaba yo cuando, distraída, rasgué el envoltorio del paquete y encontré “Mecánica terrestre” (2021), de Emma Prieto. Tenía muchas ganas de iniciarme en su escritura, ya que la sigo desde hace algún tiempo, y la conozco de forma virtual gracias a la Tertulia de Justo Sotelo. En diciembre de 2021 nos acompañó y estuvimos analizando uno de sus cuentos, además de intercambiar impresiones acerca de otros temas que fueron surgiendo. Emma nació y vive en Madrid, aunque creció en Las Palmas de Gran Canaria. Se licenció en Ciencias de la Educación y es profesora de Educación Especial. También, ha impartido talleres de cuentacuentos en colegios, librerías y bibliotecas. Ha publicado varios libros de cuentos, como “Extravíos” (2017) y “Escamas en la piel” (2018); así como, el poemario “Radiografía de ausencias” (2020). Eloy Tizón la cita en “Herido leve” (2019), en un capítulo dedicado a la metamorfosis del cuento.
Y es “que a veces el cuento es un zumbido suave y otras una boca repleta de dientes picudos”[1]PRIETO, Emma. 2021. Mecánica terrestre. Madrid: Eolas Ediciones, p. 125, aunque todavía se presente como uno de los parientes más subestimados del árbol genealógico de la literatura. Tal y como menciona el propio Eloy Tizón en una de sus entrevistas, se trata de un género que estamos redescubriendo continuamente. Las diversas tendencias estéticas y la confluencia de diferentes generaciones en una misma época posibilitan que no se imponga una línea predominante o exclusiva, sino una suerte de mutaciones que lo perpetúan. Y Emma es una de esas autoras que no se ciñen a la ficción o a la realidad, sino que se mueve entre ellas con absoluta soltura. Despliega un estilo propio, pero se adivina su vasta trayectoria como lectora insaciable. En “Mecánica terrestre” hace referencia al ya mencionado Eloy Tizón, pero sin olvidar a Fernando Pessoa, Ricardo Piglia o Clarice Lispector. Y con esta última comparte algunas características narrativas, ya que dota a la conciencia de sus personajes, a lo íntimo y a lo psicológico, de especial relevancia. Sus cuentos rezuman vivencias personales, reflexiones que se realizan en la reserva de la introspección, y esto será mucho más valioso que los acontecimientos o la acción en sí misma. Lo cotidiano se engrandece, se expande ante nosotros.
Aquello que subyace ya no permanece oculto, sino que toma posesión de un espacio y se hace palpable.
“Síndrome de Estocolmo”, el cuento que ocupó nuestra tarde en aquella tertulia y el primero que conforma este libro, desarma al lector desde su inicio. “Dentro del ojo, del mío, vive una hormiga”[2]Ibíd., p. 11, que parece haberse instalado ahí con la firme convicción de quedarse. Lo recorre de manera incansable, día y noche, sin darle tregua. Algo ínfimo que se convierte en el centro de su existencia, que no puede ignorar, que le molesta y le hace replantearse ciertos aspectos de su vida. “En realidad, no sé quién es prisionera de quién”[3]Ibíd., p. 14, porque su protagonista se siente abandonada y el insecto, al menos, le hace compañía. Los recuerdos, la desazón, la soledad, el duelo que experimenta ante la pérdida desplazan su preocupación hacia un ser minúsculo. Acaso, ¿no lo hacemos a menudo todos nosotros? Perdemos perspectiva ante las circunstancias diarias, nos negamos los sentimientos que, antes o después, han de salir a la superficie.
Todos sus relatos están cuajados de metáforas que profundizan en la narrativa y sacuden la visión del que lee, como la bailarina de “Movilidad laboral”, que se ve forzada a cambiar de oficio en el circo y trata de digerir la terrible noticia, “mientras mi tutú se desangraba en hilos color bermellón sin que pudiera hacer nada para evitarlo”[4]Ibíd., p. 17. Y es que Emma Prieto utiliza un lenguaje claro, incluso cotidiano, pero no renuncia a la poética. La trama en sí lo es en sus múltiples planteamientos, además de incluir un deje misterioso que atrae irremediablemente: una insomne que vive en un universo paralelo, la carcoma que aparece en un mueble y entre una pareja, una profesora que se pregunta en qué momento dejó de escribir, transformarse en musgo tras un paseo por el bosque, el mes de abril y una serie de calamidades asociadas o el sacrificio de Camila por no saber negarse a las peticiones de los demás.
Sus personajes, a pesar de la dificultad que conlleva este hecho en un género como el cuento, son poliédricos, sin necesidad de extravagancias inútiles o rasgos pronunciados en exceso. No podemos definirlos con claridad. De ahí que nos resulten tan accesibles, al mismo tiempo que se deslizan en la frontera de la realidad y la ficción. No llegamos a identificarnos desde el principio con ellos, pero nos hacen partícipes de su experiencia.
Uno de los elementos clave de “Mecánica terrestre” es que en cada una de estas veinte historias hallamos algo de nosotros mismos, aunque eso nos produzca cierto vértigo. Cuando concluyen, quieres quedarte en ellas. Y esa sensación siempre es maravillosa.
Como escribe Emma en “Cuentos, relatos, o lo que sean”, “los cuentos se han vuelto desabrochados y desnudos”[5]Ibíd., p. 125 y no pasa nada, porque también lo estamos los seres humanos.
Título: Mecánica terrestre |
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