Escritura íntima. Pronuncio esta frase y la palabra aparece como una transcripción ordenada, en la que color y forma, tal que en una pintura, resultarían meros espejos que reflejan una visión interior y la simplifican. También son capaces de resucitarla, no de manera idéntica sino en sus características esenciales, necesarias y suficientes para su transmisión a los demás. Esta dialéctica entre signo e Idea nos permite pensar en la comunidad de acercamiento del escritor y el lector, y formular para el arte de la palabra una definición simple: es el orden impuesto por su creador al caos de los signos. Y el acceso a este orden se ve facilitado por la mediación simplificadora de su transcripción en palabras.
Escritura íntima. Hagamos memoria para ese adjetivo que procede del latín «intimus», superlativo de interior, y que se utilizará, desde principios del siglo XVII, para designar la vida interior (a menudo en su relación con Dios). El adjetivo se sustantiva casi de inmediato (Pascal: «en la intimidad de la voluntad de Dios»[1]PASCAL, Blaise. 1948. Great shorter works of Pascal. Philadelphia: Westminster Press, p. 83; en el siglo siguiente, Bossuet: «en la intimidad de su intimidad»[2]BOSSUET, Jacques Bénigne. 1962. Élévations sur les mystères. Paris: Vrin, p. 291). Aunque existe al menos algún ejemplo aislado en la antigüedad y hay que recordar los prodigiosos diarios de las damas de la corte japonesa en el siglo XVII, el diario propiamente dicho, es decir, el diario secreto, se originó en Inglaterra en el siglo XVII. Por norma general, los diarios de escritores famosos, que son los más conocidos y a menudo los más ambiguos, están cerca de la obra literaria, cuando no, directamente, pretenden formar parte de ella. Pero existen, por ventura, ciertos textos, escritos en la intimidad de su intimidad, destinados a permanecer para siempre en diálogo con uno mismo, o a proporcionar un testimonio histórico.
¿Por qué, entonces, todo esto? ¿Por qué estoy detenido ante una montaña de libros de Imre Kertész, traicionando aquí su intimidad y de igual forma la mía? Quizá porque algunos de ellos, digamos enseguida que diarios, apuntes y notas, de la misma manera que un pintor se instruye a sí mismo a mirar sus obras como las de los demás –en retrospectiva y distanciamiento-, pueden haber sido escritos de manera que su autor pueda releerlos, más adelante, como otro lector cualquiera. Crear consiste, así y de esa forma, en otorgarle al texto un valor que tiende a la impersonalidad de un fenómeno experimentado por la persona misma.
Esta poética no es una decisión libre del creador, sino una necesidad: el origen de la creación es, a sus ojos, algo totalmente íntimo, cualquiera que sea el motivo objetivo; pero los medios de creación traicionan esta intimidad y prohíben una transcripción que se superpone exactamente a ella so pena de hacerla incomunicable a los demás. Los diarios de Kertész son una pintura del tiempo: tiempo del suceso, de la elaboración de la obra o tiempo que marca las diferentes representaciones de esa situación vivida. Y también lo son de la repetición, de un retorno eterno: volver, retomar, revisar, releer, repensar, rehacer, investigar, recrear… ¿reescribir? Sí, su propia obra reescribe la sensación perdida.
He dicho ya que son diarios íntimos, pero no sólo, o no todo, sino que los puebla asimismo una exigencia de verdad. Digamos, por ejemplo, que contienen algo que Kertész vio un día o un momento determinados, o pensó y sintió de una u otra forma. O quizás algo que escribió tal como era, para sí, fuera de las deformaciones inducidas por la posibilidad de la mirada ajena, al menos mientras vivió. Es una especie de pacto de autenticidad antes de la muerte. Quisiera dedicar estas notas –porque yo mismo me estoy convirtiendo en demasiado íntimo al escribir todo esto- al último de esos textos, El Espectador, escrito entre 1991 y 2001, y que el año pasado publicó la editorial Acantilado en España[3]KERTÉSZ, Imre. 2021. El Espectador. Apuntes (1991-2001). Barcelona: Acantilado [todas las citas estarán, en adelante, extraídas de esta edición, y señaladas entre paréntesis]. Además, y como quiera que fuese el maestro Pérez Gállego quien me enseñó que los principios y finales en literatura son importantes, quisiera, sin otra cosa, empezar por donde Kertész terminó, por el final. Oigámoslo: «basta una mirada a mi escritorio y al jardín revuelto al otro lado de la ventana para que de pronto me invada la alegría: sé feliz mientras vives, pues sólo la alegría es digna del ser» (p. 233).
Comienzo por aquí porque, de alguna forma, El Espectador, al igual que el anterior Diario de la Galera[4]KERTÉSZ, Imre. 2004. Diario de la galera. Barcelona: Acantilado, deviene, en su propia intimidad de diario, una serie de prácticas existenciales y artísticas, indivisiblemente personales, que debe ser elevado a uno de los tratados éticos y estéticos más significativos de la literatura por su peculiar técnica de escritura del jardinero: una confesión fragmentada y circular, en su mayoría muy abstracta, construida a base de sabidurías paradójicas. Las confesiones –y de nuevo pienso en Pascal, pero también en San Agustín- son un ejercicio de purificación ética en el fuego de la estética. Es una antifilosofía de despiadado sarcasmo y sofística, un ejemplo de texto de resistencia en un mundo sin esperanza que ha consumido, bajo los yugos nacionalsocialista y comunista, a muchas de las más grandes figuras del pensamiento de los países del Este.
Las cuestiones morales y existenciales son, en El Espectador, muy parecidas a las del Diario de la Galera, por ejemplo si el hablante es capaz de presentar una imagen auténtica y misteriosa de sí mismo, sin ser tocado por el mundo y, con ese torbellino à la Maelstrom que es el vivir mismo, entonces la serenidad cobra vida y, al final, se transforma en eso que el jardinero ve desde su ventana: el jardín. Pero no es menos cierto que nos queda algo más apartado del camino autodestructivo del Diario de la Galera, y Kertész, como propio voyeur de sí, nos salpica con descripciones y reflexiones personales y políticas que van más allá de los años indicados, tanto en perspectiva como en retrospectiva sobre una vida azarosa como escritor que, a los catorce años, fue deportado a los campos de concentración de Auschwitz y Dachau, y después, en su Hungría natal, perseguido, como tantos otros, por salirse de los cánones del pedestre realismo socialista.
Toda esta temática dispersa que contiene, sobre todo, notas privadas y personales, se lee musicalmente, y todas las notas encuentran su lugar y un orden que, sin embargo, sólo se hace evidente para el lector, como quien lee una partitura como lo haría Jankélévitch, que veía en las composiciones de Rimski-Kórsakov una «gloria incandescente y de beatitud [donde] se diría que todos los colores, todos los tonos de la humana pluralidad se confunden»[5]JANKÉLÉVITCH, Vladimir. 1988. La musique et les heures. Paris: Seuil, p. 104. En constante sufrimiento por el trauma que Auschwitz supone para el espíritu europeo y un antisemitismo rampante que pone en cuestión el mito de Europa, Kertész contempla desde la ventana un mundo en el que se siente desamparado a pesar de todo el reconocimiento, lo que evoca un anhelo de muerte, pero sin romanticismos, sino con el deseo de llevar una vida propia en lugar de «una vida de hormigas» (p. 14).
Ve la «nostalgia por un pasado indefinible» (p. 10) como una evasión del presente de una mayoría en Hungría que quiere una dictadura ideológica (p. 30). Los Schlechtweggekommenen –o malvivientes- se unen en el nazismo y el comunismo, en la respectiva ideología victoriosa, y se compensan a sí mismos destruyendo el mundo y sus valores (p. 30). Para él, escribir significa permanecer en contacto con la grave herida que se le ha infligido (p. 37), en contacto con el mal, cuando lo que es bueno y correcto se cuestiona en principio y no sólo deja de ser evidente, sino que hay que luchar por ella. Con estos ejemplos, puede verse cómo todas las reflexiones dispersas giran en torno al tema de qué cuestiones e identificaciones destructivas se impusieron por la fuerza al Kertész adolescente y le acompañaron durante toda su vida, teniendo incluso un efecto contagioso. Ser convertido en judío y, por tanto, alejado de su patria como un destino, no ya para ser aceptado, sino para exponer al agresor en lugar de identificarse con él y sus atribuciones, es el tema de Kertész.
Y los resultados son bien claros: cualquier totalitarismo, independientemente de su procedencia, ya sea que nazca de la inseguridad existencial, la pobreza, el caos interior o exterior, produce un odio apocalíptico en las personas incapaces de entrar en conflicto, que busca y encuentra a sus víctimas allí donde se ofrecen –socialmente- para tal cosa. El nacionalsocialismo –y por lo que las notas de Kertész nos dejan ver, también el comunismo- no es, pues, una ideología, sino una forma de vida en la que los propios conflictos no resueltos se resuelven a costa de los demás y las huellas se borran hacia dentro, sin sentimiento de vergüenza o culpa y hacia fuera. Esta ética negativa ya se nombra en el Apocalipsis de Juan y en otras obras apocalípticas como un distanciamiento del origen y funciona en Auschwitz como parte de una falsa cultura que, de haber sido auténtica, no se habría perdido tan fácilmente.
Hay aquí un libro de profunda y notable reflexión política y crítica cultural que plantea cuestiones fundamentales para ser respondidas de nuevo por cada generación.
El hecho de que Auschwitz fuera posible demuestra que la destructividad total no es un mito, sino una posibilidad apocalíptica humana y, por tanto, una realidad: «no existía ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad […] de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo»[6]KERTÉSZ, Imre. 2001. Sin destino. Barcelona: Acantilado, p. 262-3.
Para Kertész, el gesto trágico del suicidio de otros supervivientes a la barbarie nazi –pensemos, por ejemplo, en Jean Améry- es decir, la tragedia, es el antónimo de la ausencia de destino, porque el ser sin destino no percibe ninguna fisura en la totalidad y, en consecuencia, se adapta nolens volens. El hombre trágico, en cambio, es capaz de percibir esta grieta, sólo él puede pensar la libertad: «¿A qué llamo yo destino? En todo caso a la posibilidad de la tragedia […] llamo ausencia de destino al hecho de vivir como una realidad la determinación que se nos impone, en lugar de la necesidad que es consecuencia de nuestra libertad, siempre relativa»[7]KERTÉSZ, Diario de…, Op. Cit., p. 18. Sea o no casualidad, la propia lectura de los tres volúmenes encontrará dificultades para ir más allá de su función de vana búsqueda de quién sabe qué nivel de información. Asumamos, por una vez, otra actualidad: no la del día sino la del hoy, no la de la heure –hora- en que aparece el día sino la del heur que llega al día (felicidad o desgracia, esa es la cuestión), sin la cual los días pasarían como si nada. ¿Qué es el heur, en este sentido? Durante mucho tiempo, algunos filósofos han demarcado la realidad actual con una paradójica carestía, y han tratado de remediarla. Conocer lo que está en la realidad no es tan sencillo como se creía porque, como La Carta Robada, está ahí, delante de nosotros y, por tanto, oculta a la vista.
Es patente que quien pretenda hallar en Kertész uno de esos edificios admirables, edificados con tanta obstinación que sus teorías se conviertan en doctrinas, sus doctrinas en opiniones compartidas y todo ello en ideas casi comunes a fuerza de ser recibidas, no va a quedar satisfecho. Su vindicación de los Diarios de Camus como casa sencilla y limpia en la que el dueño invita a entrar (p. 50) le aleja de los fragmentos en ocasiones autosuficientes y con cierta pretensión filosófica de un Canetti, aunque los modos a veces nos recuerden a este. Este jardinero húngaro sabe que, para que la realidad sea innegable, vigente o efectiva, se necesita todo un arte, e incluso el conjunto del arte: eso es lo que la hace real. El arte, pero también la ciencia y, precisamente, la filosofía: todo un trabajo paciente, casi nada, ocupado y atento como el de la jardinería.
Incluso en la mínima esperanza que se trasluce en la escritura de Kertész, él, como hablante, se despoja de los manierismos de la vulgar autocompasión y emerge al fin como una figura que mira a otro ser humano, estremecido por la degradación y el dolor de su compañero, y que se enfurece ante su propia y patética impotencia. Una de las principales preguntas de Kertész, ¿Vivir o escribir?, toma aquí una significación propia a medida que el diario cobra vida. El letargo espiritual y la depresión –que, en una carta a su amiga Eva Haldimann, no achaca a su edad sino al genius loci de Hungría[8]KERTÉSZ, Imre. 2012. Cartas a Eva Haldimann. Barcelona: Acantilado, p. 44- no son obstáculos para la creación de la propia obra de la vida, sino para ayudar al compañero, y la incapacidad de ser feliz no es una condición patética para la creación artística, sino imposibilidad para compartir la felicidad y la vida en común, desesperación por la inhabilidad para amar. Por fin podemos ver qué tipo de problema existencial acecha a Kertész en torno a la autoconciencia reflexiva que es la esencia de su obra. Siente que su empatía está constantemente bloqueada por la introspección y la duda constantes.
Es incapaz de cumplir con lo que se espera de él, porque tendría que superarse a sí mismo, a su yo que se distancia de sí y se analiza, para mantenerse firme. Es en estas páginas donde el cínico orador, armado de lápiz y papel, se revela extraña, familiarmente humano, digno en su justísima mezquindad, en su hambre de amor y en su incapacidad para el mismo. Es objetivo, pues, leer este último Kertész a la luz de la figura insegura que surge de esta historia del siglo XX. Lo cual no es fácil, habida cuenta de que la mente de Kertész –como la de sus modelos Schopenhauer, Wagner, Spengler, el Fausto de Thomas Mann o el Ecce Homo de Nietzsche- dibuja un mundo bastante oscuro. Mentes que saben poco, o casi nada, sobre la liberación, la devoción, los registros trágicos del arte o la atención al otro, pero mucho sobre el pecado y la culpa, la lealtad y la traición, la ansiedad y la muerte, y en todas partes albergan visiones de la decadencia política y cultural. Pero también se trata de decir verdad, es necesario decirla en todo momento, este es un hablar necesario, pese a los riesgos que conlleva: «quien es veraz está perdido. Quien está perdido es veraz. Quien pierde gana. Piérdete triunfante y miserable. No existe otro camino» (p. 175).
La técnica de escritura del jardinero necesita enemigos, decadencia y, quizás sobre todo, grandes fracasos. Creo que esto es, a su manera, impresionante en tanto que trágico, pero no de una manera heroica como puedan serlo Wagner, Heidegger o Spengler, sino trágico en el sentido de que nuestros pequeños y miserables fracasos diarios, nuestra falta de amor, trágicos en el sentido de que la depresión, la falta de empatía y nuestra pequeña soledad diaria, artísticamente no cantada, lo son. Es el jardinero que afirma que dejaría de escribir sus diarios, pero que se niega a hacerlo, pues «si no apunto nada de cuanto ocurre, mi vida actual, intolerablemente movida, se desintegraría por completo»[9]KERTÉSZ, Imre. 2016. La última posada. Barcelona: Acantilado, p. 185.
Es la observación inapelable de un destino que se acepta a pesar de todo, en nombre de un conocimiento irrevocable, en un estilo hecho de amarga violencia, acerba ironía y autodesprecio. Este conocimiento de la condición humana, sublimado a través de la elaboración que requiere y nutre la escritura, fue para Kertész el camino de la catarsis. Más inclinado a la autocrítica que a la autocompasión, nunca se identificó como una víctima, sino como un incansable observador, que cuestionaba en todo momento el destino humano, a la manera de un artista que busca plasmar su visión, un humanista que busca hasta el final lo que torna meritoria la vida, un hombre para el que la destrucción no tendrá la última palabra. Los ecos de Blanchot no nos son lejanos: «El desastre, experiencia no experimentada, deshace al dejarla intacta la relación con el mundo como presencia o ausencia, sin liberarnos, no obstante, de la obsesión que carga sobre nuestras espaldas»[10]BLANCHOT, Maurice. 2015. La escritura del desastre. Madrid: Trotta, p. 106. Se trataba de enfrentarse a un conocimiento escandaloso: la complejidad de vivir después de haber padecido las catástrofes de los totalitarismos del siglo XX. La única posibilidad de sobrevivir, de mantener las fuerzas creativas, es descubrir este punto cero: escribir desde la lucidez.
Así pues, ¿por qué esta lucidez no va a ser fértil, si la escritura fue para Kertész el crisol de una obra catártica y un excedente de vida? Afirma que le debe sus mayores alegrías, incluso se ha convertido en su única identidad, una identidad en el curso de la escritura, una metamorfosis que le hace convertirse en otro: «Si la pasión de tu vida te obliga a formular la condición humana, has de abrir tu corazón a la miseria absoluta que dicha condición implica; sin embargo, tampoco puedes permanecer insensible al fluir de tu lápiz, a las alegrías de la llamada creación»[11]KERTÉSZ, Imre. 2010. Yo, otro. Crónica del cambio. Barcelona: Acantilado, p. 105. Sea así, ya que de la miseria total a la alegría de crear hay, en realidad, apenas un paso.
Título: El espectador. Apuntes (1991-2001) |
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Referencias
↑1 | PASCAL, Blaise. 1948. Great shorter works of Pascal. Philadelphia: Westminster Press, p. 83 |
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↑2 | BOSSUET, Jacques Bénigne. 1962. Élévations sur les mystères. Paris: Vrin, p. 291 |
↑3 | KERTÉSZ, Imre. 2021. El Espectador. Apuntes (1991-2001). Barcelona: Acantilado [todas las citas estarán, en adelante, extraídas de esta edición, y señaladas entre paréntesis] |
↑4 | KERTÉSZ, Imre. 2004. Diario de la galera. Barcelona: Acantilado |
↑5 | JANKÉLÉVITCH, Vladimir. 1988. La musique et les heures. Paris: Seuil, p. 104 |
↑6 | KERTÉSZ, Imre. 2001. Sin destino. Barcelona: Acantilado, p. 262-3 |
↑7 | KERTÉSZ, Diario de…, Op. Cit., p. 18 |
↑8 | KERTÉSZ, Imre. 2012. Cartas a Eva Haldimann. Barcelona: Acantilado, p. 44 |
↑9 | KERTÉSZ, Imre. 2016. La última posada. Barcelona: Acantilado, p. 185 |
↑10 | BLANCHOT, Maurice. 2015. La escritura del desastre. Madrid: Trotta, p. 106 |
↑11 | KERTÉSZ, Imre. 2010. Yo, otro. Crónica del cambio. Barcelona: Acantilado, p. 105 |