—Hola, Pescado.
—Hola, Hilo.
La nieta llama Pescado al abuelo, y él a ella Hilo. La pequeña tiene cuatro años, y el abuelo inventa y le cuenta historias disparatadas. Es posible que de ahí venga lo de Pescado, de esos pulpos invisibles que el abuelo le dice que planta durante la noche en el fondo de la piscina desmontable en la que se bañan cada día; o de ese pez en que él se convierte cuando bucea en su busca y ella lo espera con una risa nerviosa abrazada a su madre o a su abuela hasta que sale a la superficie a su lado, y entonces ella trata de alejarlo salpicándolo con agua que le lanza con sus manos menudas en un chapoteo frenético.
Él la llama Hilo, porque es eso, el hilo que une y ata a los miembros de la familia entre sí y a la realidad cuando los aparta, aunque sea por un momento, de la virtualidad de la pantalla del móvil, de la tablet, del ordenador o del televisor. Una extracción que se produce por el impacto de un vendaval que llega a la carrera y al que es imposible ignorar. ¡Mira que dibujo me he pintado en la barriga! ¡¿Te gusta el vestido que le he puesto a mi muñeca! ¡Ven, ven a ver el castillo que he construido! ¡Juega conmigo, vamos a llevar a la manada de dinosaurios al valle escondido! Es el hilo que hace reír con sus ocurrencias, con palabras y frases más grandes que ella, que obliga a afinar respuestas para continuos cómos y porqués. Un hilo grueso y flexible que llena todos los espacios de la casa y mucho del tiempo de los que la habitan.
Sin embargo, cuando Hilo no está, solo queda silencio, y Pescado se disuelve en el vacío que deja.