Aunque siempre se suele comenzar por el principio, en esta ocasión yo lo haré por el final, ya que nos referimos a Clarissa, una de las novelas inacabadas de Stefan Zweig. No por ello puede considerársela una obra menor, pues entraña la esencia del autor y en cada una de sus páginas cabe más de una reflexión o autocrítica. Bien es cierto que en los primeros capítulos cuesta encontrar a ese Zweig claro y conciso, certero como un dardo, pero esa impresión no dura demasiado y el escritor austriaco, su estilo, no tarda en asentarse plenamente a medida que transcurre la historia. En ella reconocemos obsesiones y temores recurrentes en su narrativa, un carácter reservado ante ciertos aspectos anímicos y manifestaciones emocionales; así como, una profunda humanidad y fidelidad a ideales, derechos y deberes.
Para llegar a comprender a Clarissa, antes hay que fijarse en la figura de Leopold Franz Xaver Schuhmeister, teniente coronel del Estado Mayor: su padre. Su rectitud en labores y obligaciones le llevan a ser tan metódico que resulta inflexible e, incluso, obtuso en sus costumbres y procederes. El corsé con el que ciñe su vida es demasiado apretado y sus tentáculos atrapan a Clarissa, sin pretenderlo, ni premeditarlo. Su infancia estuvo marcada por las visitas dominicales de éste al internado donde estudiaba; medidas, iguales unas a otras, como si un guion se impusiese entre ambos y marcara el tempo, los movimientos y hasta las muestras de afecto, que fueron mínimas, tímidas y siempre reservadas. Su padre parecía sacado de un libro y ante su presencia sus compañeras le abrían paso, “una especie de emperador o príncipe terrenal acompañado siempre del tintineo de su espada”[1]ZWEIG, Stefan. 2017. Clarissa. Barcelona: Acantilado, p. 15. Su carácter espartano se muestra en todos los episodios de su vida, también cuando decide dimitir ante la desconfianza de sus colegas y superiores, o cuando se suceden las revueltas políticas y la guerra, trabajando de forma incansable con una férrea fidelidad a la patria y a la causa.
Desde la circunspección y la seriedad, somete a Clarissa a una disciplina que mutila ciertas disposiciones naturales en ella, llegando a hacerla responsable de sus propias decisiones siendo aún una joven inexperta, que simplemente se ha limitado a corresponder a las indicaciones de un padre estricto y solitario, que jamás ha osado a contradecirlo, ni a cuestionar ninguna de sus decisiones. Precisamente, ese sentido de la lealtad, del honor y la honra supondrán un lastre cuando se sienta más vulnerable y sola. No dirá nada. Su padre le enseñó a ser comedida, discreta, a cumplir con sus deberes aun cuando el alma ya no puede sostenerse, ni hacer un alto en el camino.
Describir a Clarissa supone una disyuntiva, pues hay que diferenciar entre la persona y la mujer.Como persona hace todo lo posible por ocultar su mundo interior, aunque se vuelque en prestar ayuda a los demás, sea confidente y amiga, sepa guardar secretos y dar consejos. Su permanente equilibrio y estabilidad la hacen perfecta a ojos de los demás. No exige nada y obedece en todo, trabaja, estudia, se esfuerza, cumple y no llama la atención. No existe aspereza o protuberancia en su personalidad, no tiene malos días, ni salidas de tono. Pasa desapercibida, rehúsa –sin que sea su intención- cualquier relación personal o íntima. Quizás, porque no sabe, porque nadie la enseñó a entregarse, ser cariñosa y espontánea. Como mujer, sin embargo, se lamenta porque “ese ardiente puñal que removía las entrañas de los demás nunca la había rozado con su helado filo”[2]Ibíd., p. 62… pero nadie puede permanecer eternamente de espaldas al deseo, ni al amor. Léonard, un socialista convencido, con el que pasa varias semanas al margen del mundo tras un congreso en Lucerna, enciende una llama inextinguible en ella; también, en su seno, donde comienza a brotar una nueva vida. En una época de cambios políticos y sociales, donde la guerra campa a sus anchas, la Clarissa mujer ha de tomar las riendas, resolver cuestiones difíciles y asimilar la ardua tarea de ser madre soltera, de dar a luz a un hijo bastardo, a un vástago del enemigo. Por primera vez, duda, maldice y actúa con egoísmo, aprovechando las oportunidades que le ofrecen las circunstancias y la confusión que provoca cualquier guerra en la población aturdida, incrédula. Es entonces cuando se dibuja el retrato más íntegro y homogéneo entre mujer y persona, sin que ya una sea la sombra de la otra.
Los escritos de Zweig son un ejemplo de los ideales humanísticos, de qué abstractas e intangibles pueden llegar a parecer palabras como estado, pueblo, nación o patria, cuando la ambición y el poder lo echan todo a perder. Constituyen, entonces, no más que lo invisible, porque es un error buscar lo extraordinario. Las cosas reales son anónimas. Las personas reales que se desangran en las guerras, las que luchan y pasan hambre en los conflictos no tienen nombre. “Ellos tampoco saben por qué ni con qué motivo”[3]Ibíd., p. 107, de repente, los periódicos empiezan a marcar la felicidad y la desdicha, a tachar a este o al otro como enemigo. Poco a poco, el odio se va instalando en las miradas y todas las teorías serán desmanteladas, pues se basan en la lógica y toda guerra es ilógica. Todas fracasan.
Nunca podremos saber si Léonard y Clarissa se reencontraron en algún momento, si el hijo de ambos supo quién era su verdadero padre. Y ésta puede ser una ventaja porque siempre contaremos con la posibilidad de fantasear, de creer que sucedió un milagro.
“Me gustaría tener un retrato tuyo, puesto que no tengo ninguno”[4]Ibíd., p. 103.
Título: Clarissa |
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