Hondo. Tan hondo es el suspiro, que se abisma en sus profundidades sin fondo, todavía con el pincel en la mano. Acaba de dar la última pincelada sobre el lienzo que había comenzado tiñendo de vivos colores y ha acabado en un inacabado contraste de grises y negros, sombras opacas, tenebrosas incluso, que van camino de fundirse en una oscuridad total y definitiva. La progresión avanza paralela a esa pregunta recurrente y molesta que con el inicio de cada obra se apodera de él y, exigente, guía su mano sobre la paleta de colores: ¿Qué ocurrirá con mi obra cuando yo desaparezca? Un día surgió así, de repente, sin avisar, quizá en el momento que la vida creyó conveniente para ir preparando ese último viaje en que el pasajero se queda inerte en la estación. La respuesta la sabe de memoria. Si fuera un pintor famoso sus cuadros acabarían en colecciones particulares para regocijo y ostentación de unos pocos, o en museos para el disfrute de muchos; como es un desconocido, un aficionado, quedarán en la familia, con suerte hasta la generación de los biznietos, después… Si acaso, le queda el consuelo de que un día, por lejano que parezca, incluso las obras famosas y sus autores serán nada. ¿Diez mil años? ¿Un millón? ¿Mil millones? Cuando el Sol colapse, y con él la Tierra, toda la creatividad humana, todas sus obras arquitectónicas, literarias, pictóricas, audiovisuales, musicales, científicas, ni siquiera serán pasado pues nadie quedará para recordar. ¿Continuar en otro planeta? Quimeras, o una huida fugaz ¿Entonces, merece la pena? Se responde a sí mismo como siempre lo hace: cuando el oscuro lienzo ha secado, toma el rodillo, lo entinta en blanco y lo pasa una y otra vez hasta que expulsa las oscuras sombras. Sonríe resignado y espera. Después, moja el pincel en el más vivo de los colores.