Nació con un pan debajo del brazo y la capacidad innata para la interpretación que le dejó en herencia su padre, un cómico frustrado. La carrera de abogado llegó después por uno de esos extraños bretes de la vida.
En su primer caso tuvo que litigar contra un poderoso bufete de una multinacional china; y perdió. Y así uno tras otro. Por eso aprovechaba los alegatos para, Stanislavski mediante, ensayar los papeles de las audiciones que le darían otra oportunidad en la vida y le alejarían sin pérdida de tiempo de aquel infierno de agravantes, venias, occisos y otros tantos del que siempre salía derrotado: igual interpelaba testigos envuelto en la fatiga de Segismundo, que exponía como Tartufo; o exhibía el valor de Hamlet al solicitar absoluciones imposibles. El caso era declamar, como Don Juan.
Seguía sin ganar, pero al menos cuando terminaba toda la bancada se levantaba y aplaudía.