Nos enseñaron que el amarillo y el morado eran colores complementarios, que el tiempo todo lo cura y cicatriza, que entre anteayer y pasado mañana los tejidos se regeneran lo suficiente. Aprendimos que los golpes provocan moratones, que los cardenales son sangre derramada, que la sangre coagulada cambia de color y de estado. Que las plaquetas no son solo baldosas. Que es mejor lavar en agua fría. Descubrimos que abusar del maquillaje mejora las cosas, que las gafas oscuras y las mangas largas evitan preguntas. Y que otras veces es mejor quedarse en casa. Nos inculcaron que los trapos sucios se lavan de puertas para adentro y sólo se airea la ropa blanca e impoluta. Que se calla, no se dan explicaciones, no se llora. Que la familia está por encima de cualquier cosa, incluso de las hemorragias que matan. Que lo importante es parecer respetable y limpio.
Que el mundo es de los fuertes. Que hay que ser fuerte. Que el color violeta del alma también se volverá amarillo algún día.
Lo que no nos contaron fue que, incluso con el paso de los años y la mejor voluntad, el amarillo tiende a buscar de nuevo a su complementario.