Cinceló la fecha con escrupulosa precisión, dándole a la lápida un acabado perfecto. Antes de acostarse pondría el nombre; así adelantaba trabajo. Luego salió a dar una vuelta. A esas horas no quedaba nadie en el parque y el frío que encapotaba las calles aún mojadas por el chaparrón de la tarde no invitaba al optimismo. Recordó que siempre hay quien necesita un taxi y allí, en la parada, se encendió un cigarro para aligerar la espera; ojo avizor, claro. Al final estranguló a un hombre bajito con bigote que paseaba por un callejón oscuro en dirección a ningún sitio. Le rebuscó la documentación en la cartera y antes de largarse anotó con desgana todo lo que necesitaba. Ahora venía la parte sencilla. Por la mañana se dirigió a la morgue del hospital, perfectamente engominado, con el catálogo de la funeraria bajo el brazo y su verborrea fácil de vendedor experimentado.
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