«Ella era una mariposa iridiscente. La capturé para que revoloteara, feliz e ingenua, a mi lado.
Un día dejó un rastro de babas: mi mariposa se había transformado en caracol. Se deslizaba grácil sobre una lámina de agua que reflejaba su belleza, segura de sí misma, elegante y escurridiza. Sospeché que ya no era mía, que su frescura me era ajena, que los cuernecillos que agitaba con descaro hacían guiños a los demás: en mi imaginación escuchaba su risa, dentro de la concha, burlándose de mí. Comencé a espiar sus desplazamientos, el brillo de sus antenas, la humedad que siempre parecía desprender. Entonces quise conocer lo que escondía hasta la última circunvolución de su cáscara.
Y le hice un agujerito, para mirar.
Ella empezó a secarse, poco a poco. Ya no resplandecía en sus caracoleos, ya no dejaba huellas de plata y cada vez pasaba más tiempo dentro del caparazón profanado, sin asomarse.
Fue peor: no soportaba no verla, ignorar qué hacía allí dentro. Pensé en las babosas y en los gusanos, que no necesitan llevar protecciones en las que refugiarse.
Y decidí coger un martillo, dispuesto a completar su metamorfosis».