Cuando regresé a casa aquella Navidad encontré los cadáveres de muchas horas bajo los almohadones del sofá e, incrustado en su llaga, turrón de chocolate helado, como una negra escarcha de lascas amargas. Con pinzas y bisturí hurgué en la antigua herida hasta convertirla en un coulant de dulce hemorragia que sólo fue posible detener con el salitre nostálgico de mi océano de lágrimas.
Desde entonces cada día se transformó en una salsa de cristal oscuro y frágil que acompañaba las tajadas de la vida. Y me quedé para saborear todo hasta el final, atacando con un plumero de luz las telarañas que atrapaban el tiempo, decidido a defender la dulzura de todas las navidades que nos quedaran por celebrar juntos.