En cierto modo, la novela negra aún tiene que cargar con el estigma de ser considerada un género menor en la literatura, debido a antecedentes que la relegan a tramas lineales y a la extravagancia de teñir con sangre cada página; así como, a eruditos prejuiciosos, de pensamiento rígido y anacrónico. Ya en los años setenta del siglo XX se produjo una ruptura, que facilitó un punto de inflexión en lo referido a la calidad de su narrativa, hallando una voz propia y madura, tras un preludio de tanteo y ensayo; y existen muchos nombres que han contribuido a ello, como Patricia Highsmith o John Banville, entre los más conocidos.
Lo innegable es que leer novela negra nos estimula, igual que comer chocolate o tomar café; quizás, más. Bien sea por esa sensación de experimentar las impresiones que se describen –fruto del aumento de la conectividad en la corteza temporal y en el surco central del cerebro-, o por la curiosidad innata del ser humano, el caso es que resulta muy difícil imaginar que este género pueda dejar de suscitar interés en los lectores y morir de indiferencia.
Hace unas semanas, descubrí a una autora española, nacida en Gijón (1977). Había oído hablar de ella, pero no conocía su trayectoria, ni había leído absolutamente nada de su obra. Carlota Suárez García, bajo seudónimo, firmó dos antologías de cuentos y poemas entre 2014 y 2016. También publicó, en 2016, Tinta, una muerte inexplicable. La tumba del rey (Huso, 2019) es su segunda novela y ya goza de un gran recorrido. Dejó temporalmente otro proyecto literario, que tenía muy avanzado y con vistas a retomarlo más adelante, para comenzar con esta última, a raíz de visitar el pueblo de Agaete (Gran Canaria). Su necrópolis fue el detonante para emprender este viaje, donde pasado y presente se dan la mano, creando un tejido genealógico que atrapa al lector desde el inicio.
La tumba del rey atesora ciertas peculiaridades que caben ser resaltadas, pues no es casualidad que uno devore sus páginas y quiera formar parte de ese grupo de investigadores tan variopinto. La autora consigue hacer un buen retrato psicológico de sus personajes, entre los que no encontraremos heroínas, ni detectives al uso, sino personas; cada una de ellas, con sus traumas e inseguridades, secretos, necesidades, deseos y comportamientos aprendidos a lo largo de los años. Podríamos ser nosotros mismos, envueltos en unas circunstancias que no hemos buscado. Por otro lado, Agaete, el municipio donde transcurren los hechos, manifiesta su propia idiosincrasia, como una pieza igual de importante en este puzle de memorias difíciles de acallar. Carlota Suárez realiza un magnífico trabajo de documentación histórica y lingüística, con descripciones espacio-temporales y vocablos autóctonos.
Todo ello, afianza la grata sensación de leer novela negra y no tener que situarse en otra parte del mundo, contextualizando con más facilidad cada suceso y también, con una visión más cercana.
Aunque la novela posea como eje vertebrador el descubrimiento de un cadáver en un lugar que no le corresponde y el posterior despliegue que genera aún más incertidumbre, llegando incluso a plantearse la posibilidad de que un asesino en serie ronde por la localidad desde hace décadas, su trama se amplía a otros ámbitos. Ocupan un lugar fundamental en las historias individuales los fantasmas y monstruos que nos habitan; esos que parecen rescatarnos de nuestras frustraciones, pero que nos guían por sendas turbulentas hasta llegar al mismo infierno en el peor de los casos. “El monstruo tiene muchos nombres, hermana”[1]SUÁREZ, Carlota. 2020. La tumba del rey. Madrid: Ediciones Huso, p. 308 y, a veces, se llama miedo, otras, abuso. A todo ello, hay que sumar los mecanismos que inventamos con tal de escapar de sus tentáculos: adicciones, ambición, silencio, intolerancia y perversiones variadas. Su autora retrata sin tapujos esta realidad y la visibiliza.
Como “la mejor ficción es la que se construye a partir de una verdad”[2]Ibíd., p. 95, Soledad superará el temido síndrome de la hoja en blanco a partir del hallazgo que tiene lugar en la necrópolis aborigen. Gracias a que su pareja, Valeria, trabaja en el equipo arqueológico, ella accederá a información privilegiada; al mismo tiempo, que buscará aliados en otros círculos, dispuesta a trazar el corpus de su próxima novela con la minuciosidad y avidez del artista que siente pasión por lo que hace. Así, será fundamental la ayuda de Javier Santana, un sargento que sufre prosopagnosia y mantiene oculta una abultada mochila con traumas del pasado. No será sencillo avanzar entre las arenas movedizas de la corrupción en las altas esferas, donde “hombres con el corazón tan negro como su conciencia”[3]Ibíd., p. 233 no dudan en actuar cuando peligran sus intereses, reconocimiento y seguridad.
El lector, a medida que vaya adentrándose en el relato, advertirá cómo cambian sus estados de ánimo, abarcando la decepción, la ira, la culpa, los celos y la liberación, aunque sólo sea en un sentido figurado, tal y como lo irán marcando sus capítulos. A veces, la información puede ser horrible y corrosiva, puede volvernos del revés y provocarnos arcadas; por ello, no hay que sentir miedo a desenterrar el pasado, pues es la voz de las víctimas la que habla. No importa si los verdugos están o se fueron; al menos, hay que tratar de unir las piezas rotas de un espejo que nos devuelve el reflejo de un dolor ahogado o de una verdad que sólo conocíamos a medias.
Tierra, fuego, aire y agua, en un suelo volcánico, donde nacimiento y muerte establecen un ciclo sujeto a estos elementos. Latidos y conexiones sinápticas definen el inicio y el fin de los seres humanos. La tumba del rey ahonda en las profundidades de la naturaleza, en lo recóndito y en la fachada. Lo que vemos no es siempre lo que es; puede camuflarse ante la mirada descuidada del vertiginoso mundo que nos despista.
Título: La tumba del rey |
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