Robar una pluma del despacho del padre Nicanor era la primera prueba. La segunda era conseguir del secreter de María el papel rosado de carta que siempre le daba por usar en primavera. La tercera, tomar prestado el atomizador de la abuela para perfumarlo antes, que después se nos corría la tinta. Se podría decir que la cuarta era soportar aquel aroma intenso sin marearnos mientras componíamos un poema que convenciera a Don Emilio de que una tal Blanca Flórez, supuesta amiga de mi hermana, le seguía amando en la distancia parapetada en su incurable timidez. El premio era ver cómo esos seres diminutos, esas letras garrapateadas al desgaire por un falso pulso trémulo de pasión, le sumían en un trance tan profundo que se olvidaba de nosotros y nuestras lecciones durante toda la bendita tarde. Y era entonces cuando de verdad, y al abrigo de los macizos de flores del jardín, nos entregábamos al placer de la más pura poesía.