Los títulos de crédito de Saul Bass para Tempestad sobre Washington (Advise & Consent, 1962), dirigida por Otto Preminger, tienen una materialidad –e incluso moterialidad, si uno quiere servirse del neologismo lacaniano- definida: por medio de ellos se nos muestra la cúpula del Capitolio, cuidadosamente diseccionada del propio edificio, con el título de la película emergiendo como si estuviera guardado en una caja de Pandora, lo que en cierto modo va a ilustrar la trama de la película. Un hecho sencillo en apariencia –la designación de un nuevo secretario de Estado en los Estados Unidos, que el Senado tiene que aconsejar y consentir– abre aquí una línea de investigación política y a todos, de alguna forma, se nos invita a experimentar sus efectos, pues, como seres morales, somos salpicados por la impensable vorágine que la acompaña: una serie de venganzas personales, promulgadas en nombre de un supuesto bien común; esqueletos que pueblan cada armario y, por ende, cada relación pasada y presente, violentamente escudriñada. La película de Preminger, que adaptaba una novela homónima (ganadora del Pulitzer y escrita por el furibundo anticomunista Allen Drury), se rige por toda suerte de contradicciones y paradojas, dentro de un sistema político cerrado en sí mismo que, sin embargo, representa a la totalidad de los Estados Unidos y, por otra parte, la indiscutible cuna de la democracia americana. El cinismo mostrado por Preminger desde el inicio se cristaliza enseguida, cuando, incapaz de seguir el impenetrable decoro de una reunión del Senado –con la minoría dispuesta a la derecha del pasillo, y la mayoría en el lado izquierdo-, la esposa de un embajador francés pregunta: «¿Tantos izquierdistas hay en el Senado?». A lo que otra le responde: «Oh, no, querida. Es algo puramente geográfico. Todos son republicanos o demócratas. No hay comunistas ni nada por el estilo. Hay algunos liberales, pero no necesariamente se sientan a la izquierda. Y tampoco todos los conservadores a la derecha». Es evidente que se nos están apuntando ya las maneras que se prorrogarán hasta el final y en boca, además, de dos mujeres, cuya presencia en el Senado era, todavía y entonces, minoritaria.
Preminger, ya para entonces un maestro consumado, es, en efecto, un digno geógrafo y su aplicada fascinación por el proceso legal –no olvidemos que, antes de dedicarse al cine, se había licenciado en Derecho por la Universidad de Viena- agiliza su exposición, de modo que las complejidades del ala norte del Capitolio se desarrollan a medida que lo hace el drama, sin que ambos se pierdan nunca de vista. La concéntrica espiral de acción se ve espoleada por el nombramiento, como decíamos, por parte del Presidente (Franchot Tone[1]Cuya fragilidad en este intervalo es para todos preocupante, y recuerda a otro mítico gobernante debilitado y enfermo, Jordan Lyman, al que daría vida Fredric March en la extraordinaria Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1962)), de un nuevo Secretario de Estado, Robert A. Leffingwell (Henry Fonda), que es, a su vez, un manojo de ambiciones apenas veladas, muy a pesar de la supuesta benevolencia innata del actor que lo interpreta. Como era de esperar, Leffingwell, que inmediatamente se nos presenta como algo más que un liberal, divide al Senado, obteniendo el apoyo de los senadores Munson (Walter Pidgeon), Smith (Peter Lawford) y Van Ackerman (George Grizzard), y atrae la ira del dandi ultraconservador Seabright Cooley (interpretado con encanto sureño por un Charles Laughton que luce sonrisa de Cheshire), aunque sea del mismo partido que sus adeptos y que el propio presidente, y del líder de la minoría (un magnífico, como acostumbra, Will Geer). Esta división es ejercida también, a posteriori, por el senador de Utah, Anderson (Don Murray), cuya indecisión sobre el nombramiento del presidente le hará acabar formando parte de un subcomité senatorial para evaluar a Leffingwell. En un principio, las rígidas respuestas del candidato parecen invalidar a sus detractores, hasta que el astuto Cooley presenta a un timorato empleado del Departamento del Tesoro (Burgess Meredith), que declara que no sólo él y Leffingwell habían sido miembros de una célula comunista cuando ambos estudiaban en la Universidad (afirmación que el personaje de Fonda negará con vehemencia), sino que el mismo Leffingwell mantenía la sombría idea de que el comunismo llegaría a los Estados Unidos como resultado de la erosión del gobierno. Aquí, una vez más, Preminger se sirve de la insinuación de un pasado turbio para aumentar la tensión tácita de los procedimientos judiciales, como ya había hecho antes, sobre todo en la impagable Anatomía de un asesinato (Anatomy of a murder, 1959), donde los argumentos que deberían ser reveladores se transmiten de forma solapada: verbi gratia, la actitud casquivana de Laura Manion (Lee Remick).
Sin embargo, Tempestad sobre Washington se desvía muy pronto en otra dirección, abandonando a Fonda y la sofocante formalidad de las audiencias. Su Leffingwell es un catalizador, cuya presencia real no será necesaria para todos los intercambios de favores y traiciones que van a producirse, entre balbuceos de perjurio y claros indicios de subterfugio. Todo lo que sucede forma parte del botiquín de píldoras amargas de Preminger, que se aprovecha de nuestra tendencia como espectadores a jurar lealtad a los personajes en función de unos pocos trucos cinematográficos. Puede que Laughton sea un villano sobresaliente, pero sus métodos palidecen en comparación con el chantaje emprendido por Van Ackerman, el joven y demagogo Senador que representa el ala más izquierdista de su partido y posee formas de hablar tan ambiciosas sobre la paz mundial y el desarme que uno diría versadas en el más puro estalinismo (aquí, los preceptos ideológicos presentes en la novela de Drury parecen asomar la cabeza, pese a las enormes diferencias entre novela y guion). Y luego está, no menos importante, el mohíno personaje al que encarna el gran Lew Ayres, el vicepresidente Harley, que odiaría ser presidente si su maltrecho superior falleciera, y que ni siquiera quería ser vicepresidente cuando fue nombrado. Cuando los muros empiezan a cerrarse sobre el sacrosanto commander-in-chief, es responsabilidad de su partido hacer lo mismo con quienquiera que sea el responsable. El bucle de retroalimentación de la política sigue sustentando la idea de que cualquier tipo de componenda será nominal o no será.
Preminger convierte el conservadurismo y el liberalismo en algo superfluo, pues la forma en que ciertos personajes están dispuestos dentro del marco habla más de lo que podría hacerlo cualquier tipo de idealismo a medias. La mayoría de los descriptores de identificación política no se encuentran en la película, ya que todo se diluye –nunca involuntariamente- en mayoría y minoría. Pensar que alguno de estos hombres está comprometido con el bienestar del pueblo estadounidense nos obliga, en el mejor de los casos, a una suspensión de la incredulidad, teniendo en cuenta que, según el director judío austrohúngaro, la política del Senado es poco más que burocracia, maniobras y proliferación de palabras, a la sazón, de moda: comunismo, paz, bien común, etcétera. El uso por parte de Preminger del formato Panavision le servirá para desrromantizar la institución, que acaba resultando una suerte de sistema de arterias que se anudan unas con otras, a menos que se unifiquen, temporalmente, cuando se trata de abatirse sobre un individuo determinado: primero Leffingwell, enseguida Anderson y, al final, el propio Van Ackerman. Y en medio de todo esto, se suceden ante nuestros ojos determinadas escenas y sucesos que nos acercan al cine de terror –no es la primera ni la última vez, si uno piensa, por ejemplo, en Vorágine (Whirlpool, 1950), Cara de ángel (Angel Face, 1953) o El Rapto de Bunny Lake (Bunny Lake is missing, 1965)-, pues aparece una enconadísima trama de chantaje: el senador Anderson y su familia sufren varias llamadas anónimas que amenazan con hacer públicos los escarceos sexuales del político con un hombre llamado Ray (John Granger), mientras estaban ambos destinados en Hawái. Como le ocurría a las tres películas antedichas, y podríamos sumarle a aquellas El hombre del brazo de oro (1955), el estilo deviene, momentáneamente, una pesadilla expresionista. Me refiero a las escenas que tienen que ver con la visita del ahora senador no sólo a un sórdido proxeneta llamado Manuel (Larry Tucker), sino también al no menos sórdido bar de ambiente al que le dirige, el Club 602, en el Village.
Y todo, en gran parte, mediante la fotografía de Sam Leavitt (artífice también del ambiente pesadillesco de El Cabo del Terror, en 1962). Pesadilla, en cualquier caso, no sólo porque esté poblada de personajes sombríos que parecen haber salido de los desasosiegos escenarios del expresionismo alemán, en lugar de las calles de Chicago, sino también porque la iluminación y la atmósfera tienen una estética que acerca todo paisaje humano a lo directamente infernal. El momento inolvidable en que Anderson entra al Club 602 rompe con las, por lo general habituales, tomas largas de la película y así, un pasaje de apenas dos minutos se divide en diez tomas cada vez más agitadas, cuyo pavoroso y feísta contenido parece interminable. La fragmentación refleja la vulgaridad de lo que tiene lugar: camareros siniestros, luces arremolinadas y música romántica distorsionada (cantada, además, por Frank Sinatra) que hacen retroceder al desdichado senador sobre sus pasos, sobre su propia vida. La histeria subjetiva resquebraja toda posibilidad de contemplación objetiva. Esta secuencia está rodada a través de una escabrosidad ambiental y fotográfica que no volverá a tener lugar durante la película y, aún así, lo que más terrible resulta, lo que más nos sorprende, es la forma en que visualizamos la repulsión del personaje no tanto hacia su propia homosexualidad (¿pasada, episódica?) cuanto que hacia la deshonestidad para con su familia, que inevitablemente descubre dentro de sí mismo. En este sentido, se acercaría más a problemáticos protagonistas de Preminger como el de Jean Simmons en Cara de ángel o Jean Seberg en Buenos días, tristeza (1958), enfrentados a un abismo interior, que a corderos sacrificiales marcadamente queer como Martha, el personaje de Shirley MacLaine en La calumnia (William Wyler, 1961), Jill (Sandy Dennis) en La zorra (Mark Rydell, 1967) o Why (Jacqueline Sassard) en Las ciervas (Claude Chabrol, 1968), por poner algunos ejemplos. De esa forma, en una película como ésta, por la que entran y salen numerosos personajes, el senador Anderson, y no Leffingwell, se convierte al fin en el receptor de las verdaderas amenazas de Tempestad sobre Washington, ahora hechas realidad, y que ya nada tienen que ver con la posibilidad de un izquierdista al frente de la todopoderosa secretaría de Estado norteamericana.
Tantos son, pues, los elementos en movimiento que maneja la película –más incluso que en Anatomía de un asesinato, e igualando, tal vez, el alcance que tienen en Primera Victoria (In harm’s way, 1965)- que uno podría pensar que los dos primeros actos se derrumban en el páramo emocional del tercero, en lugar de acertar en el traspaso. Naturalmente, no es así, pues el complejísimo engranaje dispuesto por Preminger lo impide. El director, una vez más, parece sentir simpatía por los que sufren a manos del tabú definitorio, pero no le queda más remedio que fagocitarlo en un marco más amplio de mentiras gubernamentales. Su estilo objetivo sigue intacto. Y el uso extraordinario del espacio en pantalla, tan prototípico, por otra parte, del realizador, sienta las bases de esa opacidad autoral, pero también puede cambiar en la otra dirección, erigiendo un entorno con un único propósito, y construyéndolo, a pesar de todo, con infinito mimo y cuidado. El salto de los noventa primeros minutos de chispeante cine negro a las epopeyas de pantalla ancha sugiere que Preminger es uno de los pocos directores de Hollywood que ha navegado por el cambiante panorama de los estudios, pero conservando siempre sus perennes preocupaciones. La caja de Pandora ha sido cortésmente abierta –el arte de la mentira que mora en Washington- y esa siniestra cortesía puede, además, rastrearse a lo largo de toda la carrera del realizador, en la que sus personajes se ven siempre atrapados en las despiadadas maquinaciones de un mundo que, sin embargo, parecen haber elegido por voluntad propia. Ese aconsejar y consentir del título original –por otra parte vocabulario esencial en el Senado americano y que sirve para confirmar, o no, a los funcionarios del gabinete- se convierte en un motto arrollador. De repente, Preminger nos está diciendo que el miedo al comunismo durante la Guerra Fría –por otra parte, comprensible, ahora que sabemos lo que sabemos- afectó hasta tal punto a la política exterior estadounidense, una de las principales preocupaciones del Senado de Estados Unidos, que, sabiendo lo mucho que el escándalo era capaz de arruinar la carrera de un político que dependiese de los votantes, el miedo al mismo podía acabar siendo utilizado como chantaje. Nada más y nada menos.
Pero avancemos un poco sobre algunas otras cuestiones, pues el caso de Preminger es excepcional en el cine de Hollywood, y el contenido moral de su obra nada tiene que ver, pese a ciertas menesterosas comparaciones, con el de otros realizadores de grandes temas (valga aquí como muestra un Stanley Kramer, por ejemplo, que tendía a substituir siempre el contenido moral, fundamental en el Cine, por una sensiblera pedagogía, tendente a lo moralizante y de, con frecuencia, abúlicas pretensiones). No, lo cierto es que Preminger es más bien conocido por haber desafiado, una y otra vez, todos los códigos vigentes de producción cinematográfica. Impulsar la historia de un senador estadounidense chantajeado por una aventura homosexual es algo que se consigue a pesar de las objeciones de la censura (fue la primera película de Hollywood, después de la Segunda Guerra Mundial, en mostrar una escena en un bar de ambiente gay) y, además, le otorga papeles destacados a actores liberales, a pesar de que muchos estaban en la lista negra, con lo cual el desafío a los códigos se daba por partida doble. Es el caso, por ejemplo, de Burgess Meredith o Will Geer, perseguidos por la HUAC, a los que sitúa en la misma pantalla que a figuras visibles de la lucha contra el comunismo en Hollywood como Walter Pidgeon o fervientes militantes y activistas republicanas como Gene Tierney, en un jugoso papel como azafata de Washington y viuda de clase alta, que tiene, además, un romance con el personaje de Pidgeon. Por cierto que, en el caso de Tierney, su cometido en pantalla no tiene más de cuatro o cinco escenas, pero bastan para aportar no sólo su pícaro hechizo y la clase a raudales de la que hizo gala hasta el final, sino también la evidente importancia de su labor en la trama. Pongamos, como ejemplo palmario, el momento de la partida de cartas en que sale de la habitación donde están jugando y ve a Bob Munson y Lafe Smith hablando por teléfono. El suicidio de Anderson les acaba de ser comunicado y, aunque ella todavía desconoce la trascendencia de la llamada, su rostro, al darles la espalda a los senadores para volver a la habitación, indica, muy a las claras, que siempre sabe más de lo que parece.
Otra cuestión capital reside en que, como decía al principio, a pesar de que la novela original de Drury adopta un tono ideológicamente muy conservador y la adaptación cinematográfica de Preminger contiene, empero, varias memorables estocadas al discreto encanto de las inclinaciones tradicionalistas, me pregunto si, en cualquier caso, tanto novela como adaptación (al mostrar de forma despiadada cómo los juegos políticos de ambos partidos en el Senado pueden conducir a la proscripción de alguno de sus miembros, e incluso al suicidio) lo que nos están ofreciendo es, sin otra cosa, una visión dolorosamente turbia de la democracia por la que determinados mecanismos del sistema liberal podrían conducir, por mor de la exacerbación de la maniobra política y la agenda personal, a un sistema gubernamental corrupto. Turbia y ambigua, sin duda, pues somos incapaces de distinguir hasta qué punto el guion de Wendell Mayes (a quien se debe, valga como muestra, El justiciero de la ciudad, que dio inicio en 1974 a la saga Death Wish, protagonizada por Charles Bronson y defensora de la idea del vigilantismo como solución a la ineficacia de las leyes) es una adaptación liberal de la novela o se baña, por el contrario, en los mares de cierta reacción. Es verdad que, para Hollywood, la corrupción en la política no es una idea nueva –ahí están Caballero sin espada (Frank Capra, 1939) o El político (Robert Rossen, 1949)-, pero sí pienso que Tempestad sobre Washington es la primera muestra (por ejemplo antes de Lumet) de cómo los actos corruptos de los funcionarios del gobierno pueden alterar decisiones importantes. Al principio de la película, el ultraizquierdista Van Ackerman, que más tarde lidera el escándalo de chantaje contra el senador Anderson, dice: «No se puede ocupar un escaño en el Senado besando bebés y estrechando manos, ¿verdad?», presagiando el nivel de corrupción revelado más tarde. O, por ejemplo, un acontecimiento interesante en la trama principal es la situación entre Leffingwell y Hardiman Fletcher (Paul McGrath). Leffingwell, tras darse cuenta, durante el proceso, de que otros conocían la verdad sobre sus ideas comunistas del pasado, aunque mienta al respecto, se reúne con su viejo camarada Fletcher, que trabaja para el departamento del Tesoro. Leffingwell pretende, o eso parece, decir la verdad sobre todo el asunto, sin importarle cómo dañe su reputación. Fletcher, en cambio, no ve ningún problema en seguir ocultando la verdad y le dice a Leffingwell: «Sé que eres un hombre de principios, y te admiro por ello, pero no es momento de seguir las reglas». Aunque Leffingwell, en apariencia, pretende ser honesto y seguir siéndolo bajo juramento, Fletcher le anima, y él acepta, a seguir el camino de la corrupción para salvar sus reputaciones respectivas.
Se podría decir que Tempestad sobre Washington ofrece, en cierto modo, una conclusión al problema de la propagación de la corrupción por todo el gobierno (los casos de Spiro Agnew, Nixon y el Watergate, Reagan y el Irangate, Clinton y el caso Lewinsky o la interminable lista de presuntos delitos cometidos por Trump, por poner unos cuantos ejemplos). El caso es que, en la película de Preminger, cuando el líder de la mayoría, Bob Munson, y su mano derecha, Stanley Danta (un impagable Paul Ford, muy alejado de sus habituales papeles cómicos), descubren que Van Ackerman chantajeó a Anderson hasta el punto de conducirle al suicidio, condenan sus actos y se aseguran de que sea el final de su carrera política. El largo plano, extraordinario por demás, que acompaña a Van Ackerman hasta que abandona el Senado, que se halla en plena votación, es un ejemplo más de la maravillosa ambigüedad premingeriana: malgré tout, la imperfecta democracia americana ha triunfado sobre el fanatismo más corrupto. Munson afirma que se han enfrentado a varios tipos de corrupción, pero que no tolerarán jamás lo que él ha hecho. El fin de la carrera de Van Ackerman, empero –más ambigüedad de manos de Preminger-, no evita que, al decidir no entregar al senador a las autoridades, unida a un sincero reconocimiento de la aceptación de la mentira en el Senado, hace que los espectadores no lleguen, como mínimo, a ninguna conclusión sobre el tema de la corrupción, o que, en su defecto, lleguen a alguna particularmente incómoda. ¿Está condenando Otto Preminger el discutible funcionamiento interno de la mayor democracia del planeta o corriendo un tupido velo, ante el menor de los males, en un mundo dominado por la tiranía y dividido por la Guerra Fría? De hecho, Preminger reconocería años más tarde, en una entrevista en televisión, que el hecho de haber podido hacer semejante película, con una crítica tan ácida al gobierno norteamericano, sin ningún problema, implicaba, por añadidura, que si había un país con libertad de expresión ese era, claro, Estados Unidos.
De todas formas, y no obstante todas las cuestiones morales, sería imposible certificar la cantidad de momentos de puro placer cinematográfico que Preminger ofrece ante nuestros ojos. Pongamos, exempli gratia, la escena de romance –maduro y desenfadado- entre el viudo Munson y la hermosa Dolly Harrison, el largo travelling que muestra al senador Anderson marchando hacia su despacho, antes del suicidio, con la cara convertida en un caleidoscopio de emociones o, por supuesto, una secuencia muy característica en el cine de Preminger: la cámara en gran angular desplazándose hacia la izquierda, mientras sigue a un personaje que pasa a través de una sombra inexplicable. Uno podría pensar que estos placeres permanecen, en su mayoría, ajenos al objetivo principal de la película, pero lo cierto es que, más allá de elegir objetivos –y resoluciones- polémicos, con el tiempo la figura cinematográfica de Preminger deviene más y más sugestiva cada vez. Representante, por un lado, de la belleza, la arrogancia y la mística del cine clásico estadounidense y encarnación de sus valores más elevados de artesanía y respeto por el público, por el otro personifica también –en un alto nivel de complejidad formal- una configuración del poder, lo visual y la pérdida que sigue definiendo la seducción cinematográfica. Supongo que, por eso, aunque era notoriamente difícil trabajar con él, atraía siempre a los mejores actores: Henry Fonda, en uno de sus grandes papeles, cruce entre Alger Hiss y Adlai Stevenson; el Bob Munson de Walter Pidgeon –uno de los mayores actores de la historia del Cine-, prácticamente una versión de Lyndon B. Johnson, enfrentado a numerosos impedimentos, uno de los cuales es el reaccionario Cooley al que da vida un ya enfermo, y colosal, Charles Laughton. O, por supuesto, Don Murray, como víctima sacrificial de las entretelas de Washington, de apariencia poco menos que mormona y, sin embargo, complejísimo pasado.
Eso por no hablar del siniestro personaje al que da vida Burgess Meredith, que, en su denuncia del ideario marxista de Leffingwell pareciera, más bien, a un gris funcionario del politburó soviético, mientras que George Grizzard jamás ha estado tan chispeante como en su papel de peligroso fanático, Peter Lawford tan henchido de clase y encanto personal, en su sosias de soltero y mujeriego kennediano –elección más peculiar aún, viniendo de quien fuera marido de una hermana del presidente- o, en una divertidísima aparición, antes de hacerse famosa por Las chicas de oro, Betty White, como senadora de Kansas, que desafía alegremente al viejo club masculino de Washington con una crítica feminista, decididamente poco convencional, de sus tácticas en el Senado. Todo esto ayuda, como es natural, a que las obscuras trastiendas de los políticos se observen con la rigurosa articulación de la que era capaz el genio Preminger. Puede que el cuerpo político sea un hormiguero de objetivos y acuerdos individuales, pero el director muestra siempre la compostura y la frialdad de un cirujano experto. Los movimientos de cámara fluidos, completamente funcionales, y el uso de la profundidad de foco garantizan que, por muy acalorado que se torne el choque de conflictos, la imagen permanezca íntegra y neutral. Escéptico ante las superficies absolutas, Preminger comprende lo mucho que hay que interpretar para ser político (al igual que la sala del tribunal en Anatomía de un asesinato, el Senado parece un escenario teatral). Sin embargo, a pesar de la extravagancia de Laughton, casi toda clase de dramatismo político, tan manifiesto en el cine posterior, está en su mayor parte atenuada aquí. El mejor ejemplo de la película es Munson, el irónico, tranquilo y caballeroso líder de la mayoría en el Senado, al que da vida Walter Pidgeon, que ha aprendido a descartar el idealismo y mantener a raya la indignación (y sus propios asuntos personales), adaptándose así perfectamente a un sistema basado en el compromiso, la negociación y el proceso impersonal.
Las obras de Preminger sobre grandes temas suelen compararse, desfavorablemente, con sus primeros clásicos del cine negro. Quizá, películas como Éxodo (Exodus, 1960), mítica superproducción sobre la gestación del estado de Israel, El Cardenal (The Cardinal, 1963), que narraba el ascenso eclesiástico de un sacerdote de Boston y sus vicisitudes, por ejemplo en una Europa bajo el peligro del totalitarismo nazi, o la que aquí nos ocupa, muestran un alcance que puede resultarle demasiado amplio a los aficionados al género que prefieren las seductoras ambigüedades de Laura (1944), pero, también como muchas de sus otras películas tardías, sigue siendo escrupulosamente sensible a las fragilidades humanas que hicieron que sus temas fueran tan controvertidos desde el mismo comienzo. El mundo de Preminger, ambiguo y complejo, es siempre un recordatorio de que, incluso en las mejor engrasadas, existen personas irremediablemente atrapadas entre los engranajes de la maquinaria del mundo. De todas formas, aunque no niego que algunas de las últimas películas de Preminger muestren el resurgimiento de una característica presente en el ciclo más difícil de clasificar, a mediados de la Edad de Oro del director, que conforma La luna es azul (1953), Río sin retorno (1954) y Carmen Jones (1954), en las que la condición de la señalada objetividad de Preminger es que el mundo que describe es totalmente artificial, lo cierto es que con, tal vez, la excepción de las indignas, cada una por sus razones, Skidoo (1968), Dime que me amas, Junie Moon (1970) y Extraña amistad (1971), donde no sabemos si Preminger ha decidido replegarse sobre sí mismo o, más bien, volver al cine, pero entendido al revés –hasta el punto de observar una preocupante tendencia a la banalización y devualación de la imagen, magnificada, encima, por la irrupción del zoom-, existen cuatro poderosas obras maestras en las dos últimas décadas de su obra como Éxodo, Tempestad sobre Washington, El Cardenal y Primera Victoria, en las que Preminger examinará las posibilidades de la conciencia, la libertad y la poesía dentro de los vastos espacios de la historia o las grandes instituciones gracias, entre otras cosas, al formato Panavision.
O que, además, sus dos últimas películas, aunque su cine durante los setenta pareciera estar, como decía, en un punto terminal, a partir del cual no se indica ningún avance, merecen, creo, ardiente defensa, dentro de su ya desesperanzadora Weltanschauung. Una es Rosebud, desafío al mundo (1975), que recupera temática polémica, en este caso no sólo el terrorismo palestino, sino también la puesta en duda en cuanto a la profesionalidad del héroe principal, un agente secreto al que da vida Peter O’Toole, o el cínico ajuste argumental a lo que Baudrillard llama transpolítica. Las almas de los protagonistas de Rosebud están vacías, pero no es error del director ni lacra de la película, sino que es el mundo el que se ha vuelto irreal –y en ello seguimos, a la vista de las noticias-, como lo son, por último, las de la todavía más desoladora El factor humano (1979), adaptación de la excelente novela de Greene y, quizá, el más humano de los últimos testamentos que puede ofrecer un realizador de Hollywood. El héroe de este doloroso retrato de la distensión, al que dará vida Nicol Williamson, es el último sofisticado de los premingerianos: un agente doble cuyo destino es encarnar, y pagar las últimas apuestas, una lucha histórica que se ha convertido, de manera irremediable, en teórica. Sea como fuere, Tempestad sobre Washington sobresale, y con luz propia, sin duda, entre la vasta filmografía del director a partir de los años cincuenta, y representa una de las cumbres más altas de un cine en el que los cuerpos, los movimientos, los espacios, los gestos y el diálogo están contenidos en una unidad en constante cambio, cuya comprensión trascendental es tanto la tarea de la obra como una promesa elusiva que ofrece el medio mismo. El poder de la cámara para vincular personajes y lugares es crucial en esta concepción cinematográfica.
En las películas de Preminger (como en las de, pongamos por caso, un Nicholas Ray), las tomas de exteriores de edificios, de personas entrando en habitaciones, etcétera, no son nunca lo que se conoce como simples tomas de ubicación, esto es, preludios cuyo contenido es equivalente a su función, sino que, más bien, dichas tomas resultan fundamentales para un propósito principal de las películas: encontrar un correlato visual para la libertad de las personas de determinar sus propios destinos. Este impulso –no obstante las diferencias entre su cine primigenio y el de los grandes temas, era ya evidente en Laura, ¿Ángel o diablo? (1945)y Entre el amor y el pecado (1947)- se convierte en tónica dominante en Éxodo, El Cardenal, Primera Victoria y Tempestad sobre Washington, que siguen el acercamiento y la separación de un amplio elenco de personajes a través de una deslumbrante gama de tonalidades y escenarios. Preminger define a sus personajes en función de las estructuras sociales e institucionales que los protegen y a veces ocultan. McPherson (Dana Andrews), el detective de Laura, hace su afirmación crucial de individualidad –su admisión de que está enamorado de Laura (Gene Tierney)- a través de un paradójico y revelador retiro a la impersonalidad del procedimiento, cuando la lleva al cuartel general para interrogarla. Su confesión podría ser el lema de otros héroes de Preminger, como el Fermoyle (Tom Tryon) de El Cardenal. Gracias a la preocupación de Preminger por los contrastes discursivos y gestuales posibles dentro de una estructura dada –por otra parte cercana a la teoría bakhtiniana-, a lo largo de Tempestad sobre Washington, quizá su película más rica desde este punto de vista, el realizador explora situaciones en las que los personajes cambian de un modo de discurso a otro, dependiendo de quién esté presente. Y uno de los temas centrales de la película se expresa en el concepto de eso que alguien llamará la mentira de Washington, D.C.: una afirmación pronunciada en el entendimiento tácito de que, tal vez, el destinatario no sólo sabe que es falsa, sino que también sabe que el emisor sabe que el destinatario sabe que es falsa.
Como ocurría en Anatomía de un asesinato, se nos presenta una dualidad inteligente y por ello creo que merece la pena establecerse una comparación: por un lado, la transcripción oficial del juicio –aquí, el proceso de la nominación de Leffingwell- excluye los exabruptos de los abogados y los testimonios improcedentes –la corrupción, el pasado comunista, la homosexualidad y el suicidio-, y, por otro, como saben los abogados, el jurado –nosotros mismos, espectadores- lo oye y entiende todo. La propia película se convierte en un juicio, no sólo en el sentido de que se invita a los espectadores a tomar sus propias decisiones sobre la veracidad de lo que se dice, sino en que cada declaración adopta una posición definida con respecto a lo que se ha dicho anteriormente. Preminger nos ha manipulado tan hábilmente que, a estas alturas, no sólo no nos sentimos identificados con el reaccionario senador de Laughton o el izquierdista de Grizzard, sino que el personaje de Leffingwell, que Preminger hace desaparecer hábilmente mucho antes de que acabe la película, gozará de no menos antipatía por nuestra parte. Algunas de las escenas más inquietantes de las películas de Preminger son aquellas en las que el diálogo cesa, la multiplicidad de voces se apaga y se nos deja ante un personaje para que se enfrente a su propio enigma en silencio: McPherson en el apartamento de Laura; Dan (también Dana Andrews) con la botella de leche en Entre el amor y el pecado; Diana (Jean Simmons) esperando a Frank (Robert Mitchum) en la casa vacía de Cara de ángel; las breves soledades de Cécile (Jean Seberg), en Buenos días, tristeza; Fermoyle en su habitación de Viena en El Cardenal; Ann (Carol Lynley), buscando a su hija por una ciudad vacía en El rapto de Bunny Lake; Henry (Michael Caine), solo en su casa en La noche deseada (1967) o incluso el angustioso momento del empresario Fargeau (Claude Dauphin), sentado en su despacho, tratando de evitar la ejecución de las rehenes por los terroristas de Rosebud.
Y, por supuesto, Brig Anderson, ya destruido como senador y como hombre, volviendo a su oficina para suicidarse, en la extraordinaria película que nos ocupa estas líneas. En todas estas escenas, Preminger subraya el terror y la soledad de los vacíos secretos que rodean los foros donde tienen –o deberían tener- lugar la verdad, el diálogo y el entendimiento. La caja de Pandora de los títulos de crédito de Bass y la imagen del temible Van Ackerman, al final de una fiesta, acercándose a la cámara y haciendo señas a su chófer, en un fuera de campo, mientras la toma se disuelve, no era sino la consecución, la más preclara puesta en imagen del universo Preminger, esto es, la apelación primaria a la Razón que hace toda película suya y que reconoce, así, en un segundo movimiento, su propia procedencia de lo irracional a lo que, en un tercero, regresa. La Razón es una ficción que se construye para explicar los acontecimientos inexplicables de la narración. Por eso pienso que el final de una toma de Preminger tiene a menudo un poder alucinatorio, fantástico, como si la escena, repentinamente desocupada por la narración, estuviera expuesta a la amenaza, a veces de lo insignificante –el reloj destrozado al final de Laura o la cámara asomándose a un cubo de basura, al final de Anatomía de un asesinato– o, en otras, de lo mayestático –la posibilidad de un secretario de Estado filocomunista en Tempestad sobre Washington-, pero siempre en constante presencia a lo largo de su obra. Cuando la toma final se disuelve, nos queda el éxtasis negativo de un paisaje hostil e inexplicable en el que nosotros, junto con los personajes de cada película, estamos perdidos. Sus protagonistas se dirían parte de un todo, ahora cuerpo fragmentado y disperso que sustituye al nuestro, y que experimenta una terrible destrucción en el modo y manera que sean.
De todas formas, Tempestad sobre Washington, constituida por mérito propio en una obra maestra indisputable, no deja de ser la más dura e intransigente con los asuntos de la política de las películas de Preminger, y el que debería ser su verdadero propósito –cumplir las órdenes del pueblo y trabajar como un elemento cohesionado por el bien de la nación-, empañados por la agitación que se agita desde dentro y desde fuera. Me temo que todo esto debería sonar vagamente familiar y relevante para los frecuentes estancamientos que ocurren en la política mundial todavía en nuestros días, por no hablar de la española. Siempre ha sido una ironía de la humanidad en general, y de la ciudadanía de Estados Unidos en particular, que el corazón de su propio sistema democrático de controles y equilibrios, es decir, la esencia misma de la maquinaria, en este caso diseñada para hacer realidad la democracia americana, sea capaz de funcionar fuera de su marco teórico (y podemos debatir sinceramente tanto la velocidad como la precisión con la que ha logrado o fracasado en estos objetivos en tiempos más recientes; errando el tiro a la hora de estar a la altura del grandeza altruista de Washington, Lincoln o incluso Roosevelt). Sin embargo, la política ha seguido siendo uno de los empeños humanos más protegidos e incomprendidos, de forma irónica, y cada vez más, a pesar de nuestra era supuestamente transparente en cuanto a los modernos mass media.
La dolorosa belleza del ejercicio de Preminger es que funciona a ambos niveles: como entretenimiento y como visión de ese sistema imperfecto que funciona –tanto y muchas veces tan bien, a pesar de sí mismo y de las fuerzas ocultas que tratan de mantener al público ingenuo en cuanto a sus verdades y engaños-, ya sea para hacer avanzar ciertas ambiciones a la velocidad del rayo o, en el peor de los casos, para llevar a toda la empresa a un punto muerto a través de la competencia, no siempre alcanzada bajo las rúbricas de la honestidad y el juego limpio. Tempestad sobre Washington es, por tanto, una especie de revelación, tal y como Preminger pretendía. Es posible que el público de su época no comprendiera su importancia global, ya que el concepto de la política seguía siendo una parte muy apreciada y venerada del paisaje estadounidense. Pero con el sórdido asesinato de Kennedy ocurrido un año más tarde, y el rumor siempre renovable de la implicación de varias facciones del poder, mafia incluida, como cómplices en el propio asesinato, la fe colectiva de Estados Unidos en el gobierno como agencia para la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, recibiría un golpe fatal. En tiempos más recientes, la propia política ha adquirido una connotación altamente incendiaria y venal, con asaltos al mismísimo Capitolio promovidos por uno de sus peores gobernantes. Por eso creo que, en retrospectiva, la película de Preminger se adelantó a su tiempo. Es sano que, desde la perspectiva actual, alimente y satisfaga nuestro cinismo colectivo sobre el propio gobierno y las conspiraciones permisibles bajo su apariencia engañosa, tan dedicada al debido proceso democrático. Mantener, à la Preminger, un cierto escepticismo, por cáustico que pueda llegar a ser, sobre la política, teniendo en cuenta que nos sirve también para distinguir la democracia –donde el escepticismo y la crítica son legítimos- de cualquier dictadura –donde están proscritos, so pena, incluso, de ejecución extrajudicial-, es tan valioso y necesario, pienso, como la propia democracia. Así pues, fiat iustitia, ruat caelum.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Cuya fragilidad en este intervalo es para todos preocupante, y recuerda a otro mítico gobernante debilitado y enfermo, Jordan Lyman, al que daría vida Fredric March en la extraordinaria Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1962) |
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