Temo que deba comenzar por algún lugar y esto no resulte sencillo. A veces, el gran theatrum mundi se desgarra, se hace añicos. Tengo que hablar de una fobia acerca de la que es imposible escribir, decir. Con Vértigo (1958), esa película sobre la que se ha pensado casi todo ya, Hitchcock nos acerca a aquel problema cuya contraseña, cuya signatura acabo de pronunciar, a partir de un extraño síntoma que padece el protagonista de su película, al que da vida James Stewart: la fobia, el vértigo, como aquello de lo que resulta necesario hablar e imposible escribir. Por supuesto que el lector tendrá razón si afirma que esto habrá que pensarlo. Veamos, ¿qué tiene el pretil de un puente que hace que uno pueda sentir que, de súbito, va a desaparecer? ¿O que la plaza que está atravesando puede abrirse bajo nuestros pies? A veces el vértigo se produce incluso a ras de suelo, es el horror de este síntoma. ¡Caer desde una altura es, ante todo, una expresión de la lengua! Aquí no hay metáfora, ni puente, sino un borde, un límite.
Imaginemos por un momento una habitación, en la que nos hallamos de espaldas a la pared del fondo. Frente a nosotros hay otro tabique, hecho de ángulos rectos. Pero en el espacio, la perspectiva interfiere. Cada pared lateral, tal y como la vemos, está sujeta a la geometría euclidiana que postula, basándose en un conocimiento intuitivo indemostrable, que dos líneas rectas paralelas nunca se encuentran. Sin embargo, según nuestros propios ojos, si se extienden estos muros hasta el infinito, sí acabarían por encontrarse. El espacio intuitivo se separa entonces del espacio sensible. Lo que vemos del espacio, en contra de la creencia común, no es objetivo: las cosas se fabrican en nuestra psique, a partir de las leyes geométricas o, en una palabra, tal como las creemos.
Por decirlo de otro modo, tenemos una relación mediada con el espacio. Entonces, el fóbico –pongamos aquí Scottie (James Stewart), que padece de vértigo- plantea una pregunta sorprendente: ¿cómo se consigue creer en esta geometría, en la puesta en escena de una escritura, aunque esté garantizada por el orden simbólico? Detrás de la geometría, algo se escapa por completo, se cierne una amenaza. Vemos que las paredes se van a seccionar y el punto de fuga nos fascina. Esta deconstrucción del espacio no es otra cosa que la imagen del propio cuerpo disolviéndose. Ya he ido demasiado lejos, en realidad.
Sin embargo, consideremos otra experiencia: estamos en un tren. En la parte delantera del tren, en la locomotora, nos absorbe un espacio que se abre, en el punto donde aparecen los raíles. Cuando estamos en la parte trasera, nos persigue el punto en el que desaparecen los raíles. Esta aspiración por el espacio muestra que, en todo momento, se nos exige –inconscientemente- elegir entre una comprensión razonada y lo que parece que vemos de forma espontánea. ¿Podemos decir que el fóbico no guarda, no salva las apariencias? La armonía del espacio que garantiza el orden divino debe ser defendida frente al auge de la ciencia. Cuando pronuncio estas palabras, estoy pensando en salvar, naturalmente, pero en el sentido del alma. Las leyes de la perspectiva se oponen a esta abyección y, por eso, el geómetra defiende la primacía de lo simbólico: esta ilusión de falsedad es casi la garantía de un espacio riguroso. Por su parte, el artista, en su inexcusable candidez, reinventa la escritura en imágenes y promueve el anudamiento.
Siempre estamos en un tren que permanece detenido en la estación. De repente, tenemos la sensación de estar cayendo. ¿Por qué? Porque el tren que está al lado del nuestro arranca. Engañados por la vista, pensamos que el tren se ponía en marcha y, sin ser conscientes, anticipamos el movimiento con nuestro cuerpo. Pero como no es nuestro tren el que se ha movido, seremos los que caigamos. Si se hubiera movido, habríamos estado en sintonía con su movimiento. Por un momento no sabemos lo que ocurre. Nuestro cuerpo, como todo lo que pudiese escribir hoy sobre Vértigo, no ya el gran teatro, sino la gran película del mundo, se desgarra y malogra. Aunque nos haya ocurrido antes, no deja de sorprendernos: ¡el vértigo siempre sucede por primera vez! Por un momento, he querido compartir la angustia que siente el fóbico y de la que el vértigo generalizado es ya, sin otra cosa, un intento de evasión.
La realidad del espacio es algo que sólo puede verse. Observemos, de paso, que la fuga de ideas en el maníaco muestra precisamente lo que ocurre en la categoría del aparato psíquico cuando este punto que amortigua el sentido ya no puede desempeñar su papel. El punto de fuga en el neurótico sería el de la represión original, lo que abre y precipita una vastísima cuestión que consiste en pensar este almohadillado entre el Nombre del Padre y el sinthome. Este vértigo, situado por lo común en su vertiente patológica, designa un cierto número de manifestaciones frecuentes en la vida cotidiana. El vértigo del amor, por ejemplo, y la procesión de fórmulas que, con él, expresan su atracción, su vocación de irresistible, convocando las figuras de la gravitación: enamorarse, hacer girar la cabeza. En algún momento, la razón, la escritura y la lógica se derrumban ante lo que se impone a sus sentidos fuera de toda crítica posible, para ser entendido, por supuesto, como un edicto de la problemática kantiana.
Así, la película de Hitchcock, una de las mayores y más incontestables obras maestras de la historia del Cine, podría entenderse también como una meditación sobre esta sensación tan habitual, tan frecuente, pero que el talento de su director eleva a cotas de verdadero paradigma filosófico. En un escenario subversivo, pone en escena este problema aparentemente dialéctico entre dos dimensiones del espacio o, por decirlo de otro modo, la dimensión del espacio, que pierde su gravidez imaginaria cuando Lacan, al reclamar un equívoco, introduce en ella el orden del decir: dit-mension (mención de lo dicho y, del mismo modo, dicho mensión, en el sentido de medida) y dit-mansion (morada de lo dicho, del decir). Habitamos el lenguaje, de repente, entre lo que sólo hace espacio al ser dicho, y lo que del espacio no deja de ser dicho y encuentra su límite en la letra: ¿es verdad lo que veo o sólo el signo de lo verdadero? ¿Cuál es la esencia de las cosas? ¿Cuál es la parte de este espacio que no se construye a partir de las representaciones que funcionan en el campo social y que, por tanto, subvierte la cuestión de la política? Puede que el cine como arte del siglo XX –incluso, aunque esto ya lo pongo en duda, del siglo XXI- estimule una nueva relación (como le ocurría a Büchner, para quien el teatro era la vida) para con el mundo.
Veamos ahora un ejemplo: en la primera escena de la película, asistimos a una persecución en un tejado. Un policía está corriendo y nosotros, de inmediato, entramos en la narración, en ese espacio cerrado que es cobijo moral y construcción egotista. La cámara cuenta una historia: deberíamos estar seguros de que el que huye es un delincuente. ¿Pero cómo podríamos saber eso? Porque un policía corre tras él. ¿Cómo sabemos que el que policía no es el héroe? ¡Porque no lo conocemos! ¿Cómo sabemos, empero, que el héroe es Scottie? Porque es James Stewart. En una película policíaca de verdad, veríamos al actor comportarse como un auténtico Burt Lancaster en sus célebres películas de aventuras, seguido por el policía torpe y rezagado. Pero eso no es lo que ocurre aquí. Nada más lejos de la realidad. Un actor anónimo, un policía común que dispara a un malhechor también anónimo… una película, en fin, dentro de una película. Porque lo que nos dice esta imagen es que un hombre –al que conocemos y es, en efecto, James Stewart- corre por los tejados; nos preguntamos qué le ocurre, nos damos cuenta de que cada vez su torpeza aumenta un poco más. La cámara que nos cuenta la historia –supuestamente realista- se detiene muy rápido en Scottie. Entonces comienza el turbión de preguntas. De las cuales quisiera extraer la primera: ¿qué es Vértigo: una historia de detectives normal, una investigación, una trama, un rompecabezas? No, aquí la trama forma parte del escenario, a diferencia de la gran mayoría de las películas.
Primera versión, la más extendida. El tratamiento psicoanalítico pretende efectivamente desvelar un enigma. Gracias al investigador-héroe-psicoanalista, que habrá investigado y comprendido todo, al final, sabremos el porqué del cómo del síntoma, ¡y entonces el vértigo desaparecerá! Sin embargo, debo pedir que no nos quedemos aquí, porque quisiera ofrecer una segunda versión, tal vez más ingenua cuanto que más elaborada, pero que creo, por momentos, también más atinada: el amor cura el vértigo. Incluso otra exégesis, una tercera, aun más elaborada: es necesario estar enamorado del analista para que haya transferencia. ¿Pero cuál es, entonces, la relación entre el actor y el público? ¿Qué conocimientos le prestamos a Hitchcock? ¿No es esto algo ya desarrollado en Recuerda (Spellbound, 1945)? ¿Cuál es el Enigma sobre el que descansa, o más bien parecía descansar hasta hace poco, toda nuestra civilización y nuestros vínculos sociales?
Esta es la historia de una tragedia griega, un cruel enigma resuelto, para su gran desgracia, por el mismísimo Edipo. Sófocles no lo inventó, sino que lo escribió a partir de una antigua tradición. El enigma suspende la comprensión y, de un modo lógico, torna inequívoca la existencia de una solución; si hay un enigma es porque se puede encontrar una respuesta: el enigma es una promesa, la de una respuesta que lo antecede. Pero, ¿podemos hablar con tanta sencillez de la causa del vértigo? El vértigo es una apelación a una causa que no llega, una forma de tener a mano una explicación, sea cual sea el precio. Lacan hace la siguiente precisión sobre la angustia, y creo que podemos extenderla al vértigo: no hay causa y esto es lo característico, que se experimenta, pero su causa sigue siendo enigmática para el propio sujeto. Por otro lado, ¿podría haber un objeto que cause vértigo? No será la explicación del vértigo, sino la travesía de ese objeto extraño, presente en toda la película, difícil de representar, casi imposible de decir, que llamamos vacío.
Así llegamos ante la narración y el enigma. Pero, de repente, la cámara se convierte en otra cosa, deja este mundo ordenado –una vista de tejados romántica en un paisaje urbano-, peligroso porque está en los tejados y uno puede caerse, pero, simultáneamente, muy tranquilizador. La cámara parece abandonar la historia para presentarnos al verdadero héroe de esta película: al vértigo de Vértigo. Ya no sólo vemos a los hombres persiguiéndose, sino a un héroe para el que el espacio se deshace y trastorna: hace unos segundos, la narración tenía la forma de un largo travelling lateral que nos muestra la caza, que persigue a la persecución, pero, de súbito, la cámara se estrecha sobre Scottie. Sabemos que es a él a quien le va a pasar algo. La cámara se sumerge hacia abajo. En términos neurológicos, se trata de la famosa mirada vertical, y Hitchcock nos muestra esta distorsión del espacio a través de un movimiento de acomodación fallido pues, como ya hemos dicho, el vacío es el borbotón de lo imposible de ver.
En este punto surge, repito, el verdadero héroe de la película, el vértigo.
Eso es todo. Sin embargo, como es habitual, Hitchcock, maestro del suspense, nos confunde porque consigue edificar una historia de detectives a pesar de todo y una que, además, resulta creíble para el espectador. Hitchcock nos engaña pero nunca miente. Si hubiéramos tenido el suficiente arrojo para resistir el movimiento hipnótico al que induce el falso enigma, bastaría con recordar el título de la película y sabríamos que Scottie no puede desempeñar ningún otro papel en esta escena: ni un asesinato, por muy espectacular que sea –lo espectacular enmascara lo esencial-, ni un suicidio engañoso. Esta es sólo la historia de un vértigo, aunque se puedan encontrar varios pretextos: una mujer, nuestro propio origen, el poder, la representación del sexo, una pregunta insoportable como, por ejemplo, si soy realmente yo, yo mismo en persona.
En este juego, laberinto de espejos, Hitchcock llega hasta el final de su lógica: cuando Madeleine entra en el restaurante, irrumpe en la pantalla y nos deslumbra, ¿vemos a Kim Novak o a Madeleine? ¿Cómo pasamos de Kim Novak a Madeleine y Judy? ¿Amamos a Kim Novak porque es ella o por los personajes que interpreta en pantalla? Esta puesta en abismo abre las duplas, dificilísimas cuestiones del referente y la línea. Scottie se enamora de la trampa que le han tendido. En otras palabras, Gavin Elster (Tom Helmore) no le entrega simplemente una mujer, aunque tenga la rotundidad de Kim Novak, sino un perfil: el de una estrella, el eterno femenino que ha descendido a los hombres, el sueño imposible de cualquier hombre que no sea una estrella.
Además, Hitchcock, con su humor habitual, sabe que una estrella sólo puede estar enamorada de otra estrella. Desde el principio, James Stewart deja de ser el mítico héroe de Hollywood y se convierte en el hombre fóbico, sujeto al vértigo. Sabemos que luego dará un paso más en el proceso de deconstrucción del concepto de estrella: a Marion Crane, que da vida Janet Leigh y supone el rol fundamental de Psicosis (Psycho, 1960), se le hará desaparecer a cuchilladas, tutta nuda, después de los primeros diecisiete minutos de película. Hitchcock juega a mostrarnos que estamos siempre atrapados en esta ilusión construida sólo a partir de las representaciones de otros. Scottie Ferguson intuye muy pronto que está siendo engañado, igual que el fóbico no ignora que el vértigo es sólo un síntoma o el creyente permanece asido a las creencias que le permiten vivir. ¿Qué explica el fóbico con su precisión? Que si no estuviéramos un poco engañados por el mundo, si viéramos la maquinaria del mundo entre bambalinas, estaríamos inmersos en el terror o, incluso peor, en la errancia.
Pero volvamos al perfil de Kim Novak. A lo largo de la primera parte, nunca la vemos realmente de frente hasta que, tras arrojarse al agua y luego despojarse de sus ropas, se encuentra indefensa frente a una hoguera. Madeleine entra en la película en este punto, atrapada en el torbellino de actuaciones. Se olvida, frente al fuego que la calienta, de su traje de estrella, del futuro policía, del futuro testigo. Entra en la intimidad de esta escena, ¡o eso creemos! Y tal vez Hitchcock nos pregunte si lo que llamamos amor no es la vacilación de todos esos puntos de referencia que nos hacen creer en el mundo. ¿No es lo que llamamos amor precisamente el momento en que en el otro algo de sus identidades sociales (digámosle sentido común, apariencias, adornos, creencias…) llega a fallar, a conmover?
De ahí esta especie de mito, la verdad última del amor. El amor toca la esencia efectiva, inconfundible y definitiva de las cosas. El amor revela lo que, más allá de las apariencias, constituye la verdad del ser, el fundamento de un espacio sagrado e íntimo, asocial, es decir, unido por un objeto a lo social del que se excluye, en el que lo que se repite tiene un sentido: amor. ¿Es el amor pura hipnosis? ¿O, por el contrario, es una hipnosis que se desgarra a sí misma, revelando otro espacio donde la carencia sustituye al vacío? El vértigo señalaría entonces la salida del espacio marcado por el narcisismo. ¿Estamos enamorados de nuestra propia imagen? ¿De esta estrella que es, en última instancia, el reflejo de lo que soy yo mismo, una estrella por supuesto, el héroe de mi propia vida? ¿Podemos superar una idea tan antigua como el mundo, y reinventada por todos, como este amor?
Madeleine no ha resistido el vértigo del pasado que la abruma; atormentada por el recuerdo de una mujer muerta, se lanza a ese vacío que la atrae más que el amor y que, además, es el objeto del hombre que ama. Ella muere y él sale de escena. ¡La palabra fin está a punto de aparecer en la pantalla! Pero Hitchcock nunca miente: el héroe de la película es el vértigo. Entonces empieza la repetición de lo mismo, el enigma tiene su segunda oportunidad, porque el vértigo siempre vuelve a empezar. En busca de su propia historia y ante la irrefrenable impresión de una mentira, de un engaño en la constitución de la realidad, Scotty-Stewart se encuentra con Judy-Novak y todo recomienza, como el inacabable mar de Paul Valéry.
Hitchcock casi se excede al contarnos la historia de esta historia, un poco como esos amantes que se cuentan una y otra vez, ad nauseam, hasta el vértigo, la historia de su amor. Se burla del cine negro y, lo que es más novedoso, del sistema de Hollywood, es decir, de la cuestión del simulacro, de la cuestión del cine, en el sentido en que se impone la expresión: Madeleine hace su película para Scottie, aunque esto deje sin resolver la cuestión de determinar de quién es la película. O podríamos llegar a pensar, en fin, que la petición a la que responden estas mujeres está lejos de ser la petición inconsciente de Scottie. No tengo la respuesta y tal vez no sea el momento de extenderme. O haya que decir, como Francisco Sánchez, quod nihil scitur.
Si llegados a este punto, regresamos a Judy, podremos escuchar su frase como una caricatura, que incluso cuando fingía, lo amaba de verdad. Por una vez, el bosque oculta el árbol. Hitchcock, con picardía, clama que no lo creamos, aunque ya nos hallamos enamorado de la triada Novak-Judy-Madeleine, idéntica y absolutamente distinta. Vértigo de la película dentro de la película de la película. Hitchcock comienza así de nuevo, aunque no sepamos si esto obedece a razones ideológicas o se trata de un nuevo pulso, con una concesión a la cuestión de la verdadera realidad. ¿Qué hace que la mentira que Elster ha organizado se caiga? ¿Su propia caída? Judy lleva la verdadera joya, que denuncia la impostura y nos devuelve radicalmente al lado de la realidad, lo único verdadero de la realidad, siempre más o menos presente en la sombra del maestro Hitchcock. Existiría así una verdadera realidad, anterior a los hechos, que mantendría el fin de la cuestión.
La cruz que llevaba Madeleine, comprada por su marido, era la de Carlota Valdés, por cuya imagen estaba embrujada. Ahora podemos agarrarnos a esta cruz. Así es como acaba el mundo. La verdadera religión garantizará la extinción del síntoma, nos ha querido decir Lacan[1]LACAN, Jacques. 1988. «La tercera», en Intervenciones y textos II. Buenos Aires: Manantial, p. 85. La solución y el garante del enigma último se llama Dios. No puede ser otro de los comentarios humorísticos del tan católico director inglés. Pero, ¿y si no hubiera conseguido la joya? Incluso nosotros, el público, permanecemos en suspense hasta el final. Hitchcock es comprensivo y no nos deja en la estacada: el cine de Hollywood filma la atracción mortal como una distracción, en el sentido que le dio ese otro gran fóbico del vacío llamado Pascal.
Hitchcock nos presenta el mundo occidental construido sobre el mito del enigma a resolver, sobre el dominio de la representación, del señuelo, de la perspectiva, de los simulacros, enigmas del sexo (¿qué es una mujer, qué es un hombre, qué es un objeto real?) Pero todo esto se encierra y se aferra a este mito último que sutura el conjunto; un mito último que mantiene una estrecha relación con lo que en psicoanálisis recibe el nombre de fantasma fundamental, un enigma que no se resuelve, pero que hay que atravesar.
En este sentido conviene que examinemos, por un momento, Mulholland Drive (2001), esa obra maestra de David Lynch. Sabemos que su director es insaciable, porque justo cuando el espectador cree haber encontrado cierta coherencia en la historia, el mundo se vuelca en el delirio y revela, con una mueca aterradora, el sinsentido de la vida, su reverso. Yo diría, con Lynch, que el mundo occidental de hoy, por razones que aún no se entienden, ha visto desmoronarse esta capacidad de fabricar el enigma que resiste, y que, para cuando se destruyen las palabras, el mundo, entendido aquí en el sentido de realidad psíquica, se hace añicos. Pero Hitchcock, ya en 1958, percibió las premisas, que nunca dejó de poner en escena, a través de lo que Hollywood nos muestra en su maravillosa, profética y poética captación de la cuestión de la facticidad.
¿Cuál es el sentido de este mundo en el que cada persona sólo puede vivir a la luz de una torpe identidad? Una identidad, quiero decir, impresa en nuestros seres por el incesante trabajo de la publicidad (por ejemplo), por un aparato cuya medida exacta está tomada y dada por el cine, pues así percibe su propia maquinaria. Esta es la pregunta. Intentemos ahora una respuesta, pensando en la moda actual de lo que se conoce como el cómo se hizo, tan cercano a esta fantasía ordinaria que luego se realizaría: asistir a las variaciones de la escena de la propia concepción. El ser humano está siempre disfrazado, en esta especie de ilusión permanente, como si siempre fuera necesario añadir más a la realidad para que realmente sea realidad, y así siempre habrá alguien que comercie con la fabricación de estas ilusiones.
Madeleine se esfuerza demasiado y por eso Scottie no puede evitar creerla: ¡precisamente porque sabe que miente! La creencia se coloca como una venda, al menos para una incertidumbre o, en el peor de los casos, para una mentira, pero ella (Madeleine) sigue siendo para Scottie una de sus identificaciones, imaginaria quizás. Una de sus mentiras, una quimera. ¿Pero en qué cree? ¿Es quizá esa envoltura de creencia heredada de los románticos que, en 1958, sigue rodeando al Nuevo Mundo de una promesa ilimitada? A veces la realidad es cruda, unas horas antes de la guerra anunciada y se mide la brecha: el vértigo de lo irrisorio. ¿No es la esperanza, que Lacan sitúa en el registro de la histeria, acaso una posición antifóbica?
Tengo que terminar. Estamos próximos al final y en este final tendremos que volver, quizá, a empezar a hablar de lo que no se puede hablar: si el vértigo es lo imposible de escribir, es posible, por tanto, dar una demostración del mismo. Esto le confiere un estatus cercano al de la no relación sexual, del que sería una figura, una relación imposible con una figura de la madre. Esto nos recuerda a la idea freudiana del ataque epiléptico como realización fantasmática de una relación imposible con el padre muerto. Baja el telón. Y ahora será el momento de hacer recuento de todo esto. De pensarlo una vez más.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | LACAN, Jacques. 1988. «La tercera», en Intervenciones y textos II. Buenos Aires: Manantial, p. 85 |
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