Una suave lluvia, una gran ciudad, un acogedor barrio y en una de sus calles, una conocida tienda. Por la cristalera del escaparate, Carmen observa la ajetreada mañana de paraguas y chubasqueros a una semana para Navidad; la última del siglo XX. Con nostalgia recuerda a su tía. Cariñosa, amable, trabajadora, que con ilusión y esfuerzo abrió la tienda de ultramarinos hace cuarenta años. Allí conoció a Ramón, la tarde que entró a comprar, cuando llevaba unos días en la ciudad buscando trabajo. No quería volver al pueblo, durante los diez años que estuvo en el extranjero se desvinculó de su familia. De mirada cautivadora y con un aire aventurero que le añadía atractivo. A aquel encuentro le siguieron muchos más hasta que se casaron tres meses después. El trotamundos, como le apodaron en el barrio, no daba puntada sin hilo. Su arrogancia no cayó bien. A nadie le sorprendió que a los dos años desapareciera. Que se fuera a recorrer mundo, y según comentaban, con el dinero que le había robado. Su tía siguió con su día a día como si nada hubiera pasado. La tienda era su vida, por la que sería capaz de hacer cualquier cosa.
La lluvia en el cristal del escaparate y los ojos de Carmen humedecidos por el recuerdo. Su tía falleció hace un año, a punto de jubilarse. La tienda se ha convertido en su estudio de fotografía que inaugurará mañana. Durante la reforma se encontró en el sótano, detrás de una hilera de cajas apiladas, un arcón con restos cadavéricos dentro. Eran de Ramón. Carmen se seca las lágrimas, coge la cámara y fotografía la lluvia en el cristal.