La noche apuntaba a larga; si había luna llena me costaba conciliar el sueño. Además estaba hecho un manojo de nervios porque mañana era el gran día. Aunque siendo sinceros, mucha culpa del desvelo la tenía todo aquel jaleo.
Con ese guirigay de gente yendo y viniendo ahí no iba a dormir nadie: Napoleón, arrogante como de costumbre, sólo le valía la conquista absoluta y si se ponía a discutir con Trajano de envolventes y levas aburría hasta a las vacas; Romeo no cesaba de declamar en bucle versos henchidos de pasión: decía que más tarde o más temprano tanto amor acabaría derritiendo los barrotes; a Newton se le entendía poco, o nada, y siempre le acababa sorprendiendo el alba enredando con sus galimatías matemáticos; y Gandhi reivindicando aplausos para tan peculiar sanedrín tampoco predisponía a la calma.
El problema es que todo iba a depender de mí. Al final, era el último eslabón del plan maestro: pero me había preparado. En mis largas conversaciones con Houdini había aprendido a escamotear debajo de la lengua las pastillas que me daban los enfermeros; el tipo era un hacha haciendo desaparecer cosas. La Hepburn me enseñó la pose, la inflexión de la voz… en definitiva, a mentir hasta con la mirada cuando interpretaba. Y con Tarzán, los ratos que no nos vigilaban, ensayé para adentro ese grito silencioso que utilicé delante del tribunal con objeto que toda aquella caterva de voces se callara.
Una semana después, merced el informe médico favorable que reseñaba el gran progreso que se había evidenciado durante mi entrevista, abandonaba el psiquiátrico junto a mis camaradas, esos que decían los papeles que habían desaparecido de mi cabeza, que ya no estaban: cantando, eufóricos; sin mirar atrás.