Lo supo cuando, al abrir la olla del rape en salsa de frambuesa, aparecieron flotando cinco garbanzos. Su estómago y su estética culinaria se rebelaron ante el sabotaje. Aun así se negó a admitir la certeza de su corazonada y repasó los ingredientes de la receta persiguiendo el rastro de alguna contaminación lógica. Por supuesto, no era aquella su procedencia.
Los extrajo con cuidado, los olisqueó y los pinchó con el tenedor. Estaban en su punto, como no podía ser de otra manera. Se dejó caer sobre una silla otra vez derrotado y olvidó el rape, las frambuesas y la cena que debía preparar.
Imploró piedad al espíritu de su abuela. Aquella mujer fuerte y dicharachera que perfumaba la casa de aromas apetecibles para alimentar el alma de todos: horneaba tartas de fruta cuando rondaba la infelicidad, espantaba las lágrimas a base de rosquillas, preparaba potajes a fuego lento para los ánimos tensos, y los días grises, hacía sopa de pescado o lentejas con chorizo porque aseguraba que el calor de la barriga derretía la escarcha del cerebro. La mujer que había renegado de que un hombre quisiera ser cocinero y de la irreverente cocina moderna. Esa mujer socarrona que enredaba invisible entre sus cazuelas para atormentarle. O tal vez para evitar que olvidara de quién había aprendido sus mejores recetas.