El remite de la carta que traía el diácono lo firmaba Andrey, el nuevo miembro de clausura. El prior no había elegido al imberbe aquel por gusto, sino pensando en un futuro relevo. Con un estilete rasgó el sobre y sacó una fotografía.
Se quedó mirándola, pensativo. No faltaba ninguno de los seis. Sokolov, con las manos en las orejas, no se había tomado el analgésico que le envió, ¡qué testarudo! El cáncer de Pávlov, terminal. El viejo Petrov con la cincha de atar al burro sujetándose el hábito, como siempre. Nóvikov, bueno, este dormido hasta de pie. Y Morózov, que se había trasegado el licor ceremonial otra vez.
Pero en la instantánea algo había… que no cuadraba. Volvió a contarlos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¿Pero quién había tomado la fotografía? ¿Y por qué sostenía Andrey aquel palito?
Al pie del retrato, una nota que no entendió.
«¡Selfie!»