A Adán Muñiz
El bochorno que se mastica en el local evapora los contornos de la tarima. Con la yema del pulgar Jake Hawk Dobson traza círculos sobre las llaves del saxo. Deliberados, lentos, como sobre la piel de ella antes de que se le llevara un trozo de alma en la maleta. Desde entonces sus noches son una llaga de bourbon y brasas mal apagadas que sólo la música mitiga. Hawk se acomoda la lengüeta entre los labios y un primer sonido en carne viva brota del hueco donde antes habitó ella. Los compases se condensan en calima que escala piernas de hombres y mujeres, ya brumosos de alcohol. El saxo vomita una riada pantanosa de blues y Hawk, con los ojos cerrados, se deja drenar, hasta que se vacía por completo en una última nota sostenida.
Cegado por el sudor, busca a tientas el pañuelo. Le extraña la reacción del público. No es común este silencio que zumba en sus oídos. Cuando mira ante sí, ve cómo desde las mesas, ahora casi bajo el cieno, las ranas proyectan sus lenguas pegajosas entre nubes de mosquitos. Unos ibis hurgan en el barro, ajenos a los ojos de reptil que acechan desde el manglar.
Al otro lado de la barra, como una interrogación, lo desafía el cuello rosa de un flamenco.