Los Ángeles parece una ciudad mucho más triste cuando está vacía. Hay edificios y monumentos por todas partes, pero no tráfico ni bullicio. Vista desde arriba, aun así, uno diría que es un lugar tranquilo. Solo cuando se desciende al nivel de Robert Neville (Charlton Heston), que recorre las calles en un Ford Mustang, comienza el sobresalto: los cadáveres y cuerpos en descomposición, así como las ingentes cantidades de escombros y territorio abandonado, suerte de destrucción silenciosa y perpetua, parecen los restos del momento exacto en que hubiese acabado el mundo, no con una explosión sino con un gañido. Pero Neville ha logrado sobrevivir. Y, por lo que parece, también que su casa está magníficamente equipada para continuar haciéndolo, gracias a un generador masivo que le proporciona energía, un ascensor, objetos de arte por doquier, copiosas cantidades de comida en lata, un garaje adjunto y un arsenal de ametralladoras y otras armas variadas, amén de un sistema de vigilancia que se diría adelantado a su tiempo. Entonces, después de todo, cuando ya hemos presenciado un intento de asalto, por parte de peligrosos encapuchados, a los que Heston/Neville dispara sin pestañear, cabe preguntarse, como el poeta: ¿Cuáles son las raíces que prenden, qué ramas se extienden en estos pétreos escombros? ¿Quién es Neville? ¿Y por qué, pese a los espacios abiertos, parece estar atrapado cuando cae la noche? Tendremos que comenzar por algún lugar.
Se trata de El último hombre… vivo (Boris Sagal, 1971), tercera adaptación a la gran pantalla de la célebre novela de Richard Matheson, Soy Leyenda (1954), después de una primera versión, protagonizada por Vincent Price –El último hombre sobre la Tierra (Sidney Salkow y Ubaldo Ragona, 1964)- y un mediometraje de la Escuela Oficial de Cinematografía española, dirigido por el ignoto Mario Gómez Martín en 1967. De las tres[1]Aunque no debemos olvidar, no precisamente por su calidad, otras versiones perpetradas, más adelante, como I am Omega (2006) o Soy Leyenda (2007), que protagonizarían nada menos que los temibles Mark Dacascos y Will Smith., la de Sagal es, sin duda, para mí, la mejor y más importante de las adaptaciones, teniendo en cuenta, además, que, aunque Matheson sea un escritor de indudable valía, temo no haber encontrado nunca las cualidades que otros sí han visto en Soy Leyenda para calificarla de obra excelsa. Recordemos, antes de nada, la trama principal del libro: después de que el mundo haya sido devastado por una plaga creada por ingeniería biológica, dos especies, aparentemente, lo pueblan aún: una suerte de vampiros, víctimas resultantes de dicha plaga, y Robert Neville, el único superviviente no infectado, que habrá de enfrentarse a ellos hasta las últimas consecuencias.
Prometedor argumento, sin duda, pero no su traslación al libro, que falla, no sin cierto estrépito. Primero que nada, porque la poca caracterización de los personajes, corrientes e impersonales, ciertas divagaciones tediosísimas y una prosa bastante elemental –cosa infrecuente, por cierto, en Matheson- no creo que puedan servir para otorgarle el estatus de clásico. Pero añadiría, además, que la inversión irónica de los tropos de la mitología vampírica resulta, en conjunto, estéril: como tales víctimas de la plaga y, aunque Neville elimine a los monstruos con el arma tradicional de los cazadores de vampiros –la estaca-, la justificación del escritor para el uso de este tropo está relacionada con las bacterias anaerobias, y esto lo aleja del concepto folclórico –harto más interesante- de clavar a los muertos vivientes a la tierra para evitar que vaguen por el mundo. Puede concederse que la falta general de colorido en el personaje de Neville esté planteada, sin otra cosa, para establecer el hecho de que sea el último hombre puro en un mundo en el que todos los demás han sido infectados, pero, por promisoria que sea esta noción, el escritor no consigue explotarla. Incluso la propia muerte sacrificial de Neville –en la que toma veneno, à la Sócrates- resulta mucho menos conmovedora que la que Sagal y sus guionistas deciden para el personaje de Heston en la película. Enseguida volveremos sobre ello.
Retomemos ahora la apertura misma de El último hombre… vivo. Neville, militar y científico, habita en las ruinas de Los Ángeles –impresiona todavía esa ciudad vacía dibujada gracias a las tomas a distancia de Sagal[2]Escena que contrasta con la de Cuando el destino el alcance (Richard Fleischer, 1973), completamente opuesta, donde el actor patrulla calles superpobladas de masas que anhelan respirar libres o, al menos, conseguir una buena comida. Sagal, al parecer, rodó el inicio de El último hombre… vivo muy temprano, en el distrito financiero, un fin de semana, y contó con la ayuda de la policía local.-, en medio de un mundo exterminado por la guerra bacteriológica y es el único que ha conseguido inyectarse un antídoto desarrollado por él mismo. De día vaga, para destruirlos, en busca de los otros supervivientes, que la plaga ha convertido no sólo en dementes albinos y vulnerables a la luz solar, sino en una suerte de secta neoludita liderada por Matthias (impagable Anthony Zerbe), un locuaz y manipulador expresentador de televisión, que los invoca para que destruyan todo lo que pertenece a la sociedad que los creó, llevado por la enajenada creencia de que la plaga fue un castigo de Dios al hombre, un juicio por su dependencia y creencia en la ciencia y la tecnología. Matthias y la autodenominada Familia dedican sus vidas a quemar libros y obras de arte, y a destruir toda evidencia tecnológica del siglo XX (la similitud con los negacionistas de nuestros días es escalofriante). «Al principio, intentábamos ayudarnos unos a otros, los que quedábamos», le cuenta el gurú Matthias a Neville, «intentamos limpiar las cosas, ponerlas en su sitio. Enterramos cosas y quemamos. Entonces me di cuenta de que habíamos sido elegidos. Elegidos para este trabajo: enterrar lo que estaba muerto. Para quemar lo que era malo. Para destruir lo peligroso». Matthias, que no anhela otra cosa que borrar a Neville –y, con él, veinte siglos de desarrollo humano- de los libros de historia, nos sitúa no lejos de la infame Kristallnacht de 1938, las hogueras inmensas de libros del estalinismo o la barbarie de los Jemeres rojos, secundada por la misma China de Mao, que ya había exterminado, por su parte, a más de sesenta millones de personas.
De todos modos, la relación con la novela de Matheson termina al poco de dar comienzo la película. Individualista frente a la barbarie, la situación de Neville es una de desesperación, soledad y solemnidad, lo que cabría esperarse de un supuesto Hombre Omega. Los guionistas, John William Corrington, Joyce Hooper Corrington y William Peter Blatty–que no fue acreditado[3]El hecho de que Blatty, poco antes de escribir su magnífica El Exorcista, se encargase de perfilar el guion, le otorga un cariz agradecidamente religioso. No se trata, una vez más, de un intento de evangelizar a través del terror, sino de exponer las posibilidades de librar a la sociedad de un secularismo sin Dios que socava las sociedades modernas.-, retratan un universo distópico en el que diversos grupos que se oponen al progreso han tomado el poder. La guerra que Matthias y sus súbditos han emprendido consiste en asolar lo que ha quedado en pie de la democracia americana, esto es, los valores, las libertades o la privacidad. El último hombre (civilizado) del mundo, que deambula por una Los Ángeles vacía, extraordinariamente fotografiada por Russell Metty[4]Que volvía a reunirse con Heston, después de Sed de mal (Orson Welles, 1958) y demostraba su uso distintivo de la luz y la sombra, así como su gama de efectos que van desde el dramático claroscuro hasta los delicados dibujos, contribuyendo a la necesaria atmósfera de angustia y paranoia., es el único que ha sido vacunado contra un virus que ha destruido el mundo, creado, pues así se nos muestra en un aterrador flashback, por potencias comunistas (seguro que esta historia les suena).
Es sencillamente extraordinario contemplar a esta Familia, compuesta por criaturas subhumanas que han sido alteradas por la infección, quemando libros y todo tipo de obras de arte por considerarlas inmorales, decadentes, y llevando a cabo los acostumbrados rituales de la delincuencia urbana contemporánea: allanamiento de morada, secuestro y asalto violento. Entonces sabemos que sólo la tecnología de protección de Neville –sus ametralladoras, su Fusil Automático Browning equipado con un visor de infrarrojos y sus monitores de seguridad- garantiza su supervivencia en este ático fortificado, su Fuerte Álamo del siglo XX. No por casualidad, dirigida por el oportunista político Matthias, la Familia ha destruido primero todas las armas del mundo, excepto las del arsenal de Neville, y se esfuerza ahora por demoler los tesoros culturales de América. «Otra vez, por lo que veo», comenta Neville desde su balcón, por encima de las hogueras de los vándalos, «¿qué será esta noche? ¿El Museo de Ciencias? ¿Alguna biblioteca? ¡Pobres bastardos!». El miedo que subyace a la lacónica observación de Neville es central en la filosofía de esta película extraordinaria. Única, a mi juicio, en su propia concepción.
Hombre Omega, última barricada para proteger al individuo, que está ya lejos de ser una especie dócil capaz de coexistir en una sociedad perfecta bajo reglas benevolentes –mezcla, aquí, de los postulados de Mary Shelley en The Last Man (1826) y los de Rousseau-, Neville ha comprendido que los monstruos de este mundo surgieron de circunstancias sobre las que las potencias libres no tenían ningún control. Pero, si lo que pretende es sobrevivir, sólo cuenta la conducta de esos monstruos –maníacos homicidas, les llama, en otro momento de la película- y el único curso de acción razonable es acabar con ellos, pues tal es la amenaza que suponen. Solo cabe defenderse el hogar. «Es donde vivo», dice de su residencia suburbana fortificada, «donde siempre he vivido. Es donde voy a vivir, y nadie va a echarme de aquí». El médico y científico ha hecho de su enclave un almacén de música, costumbres y obras maestras de la civilización occidental. Ese legado le define, como también lo hace su propia estética, cortesía de Margo Buxley y Bucky Rous: ora una chaqueta caqui, gafas de sol de aviador y cinturón de fusil, reminiscencia de su pasado militar, ora una americana de terciopelo verde y una camisa de volantes que emergen del pecho y los puños, combinando las tendencias de los setenta con detalles neoeduardianos.
Soy Leyenda. Quizá como el propio Charlton Heston. Estamos cerca del mesías religioso de Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) y aún no tanto del Halcón de la NRA. Es el héroe frente a la bestialidad. Recuérdese que, en un periodo relativamente corto (desde 1968 hasta 1973), Heston participó en otras tres notables visiones postapocalípticas de la historia del Cine –El planeta de los simios, Regreso al planeta de los simios y Cuando el destino nos alcance, destacando especialmente la última, en manos de Richard Fleischer- y lo hizo siempre con una arrogancia y un carisma fuera de lo común, casi como un héroe divino. A juicio mío, esta es otra de las ventajas que la película de Sagal posee no ya sobre la novela original, sino también sobre la primera versión, que protagoniza un Vincent Price con inusual y evidente desgana, como si estuviese en otra película. Aquí, empero, Sagal parece haber rediseñado el argumento de su película como vehículo para Heston, mucho más proactivo que el de Matheson y Price. Es un protagonista más preocupado por la supervivencia que por la defensa de una justicia idealizada. Los enemigos de Neville también han sido hábilmente bosquejados de nuevo y, así, mientras que el Cortman de la novela y la primera película es una némesis carente de personalidad, Matthias resulta formidable como fanático religioso, tocado con una túnica de monje, que le otorga una imagen medieval. Imagen que se acrecienta en una grandiosa escena en la que los hombres de la Familia, tras un juicio sumario, lo declaran culpable de herejía, cubren con un gorro de brujo y casi queman en la hoguera en el Dodgers Stadium. Neville es, aquí, el arquetipo de aquellos hombres valerosos que sirvieron para levantar Estados Unidos de la misma nada, pero también de quienes fueron –y son- perseguidos por defender en libertad su credo. Llámemoslo, si queremos, la mística de Heston.
He aquí una alquimia inusual en toda su especificidad. Por un lado, una pesadilla tras otra sobre futuros sombríos, que apuntan a la locura de la guerra nuclear o bacteriológica, y arremeten contra el apocalipsis medioambiental, el militarismo y los arraigados intereses corporativos, políticos e incluso religiosos. Y, sin embargo, en todos estos casos hallamos a un cáustico icono del pensamiento conservador americano que apoya tales preocupaciones: El último hombre… vivo. Incluso cuando nuestra forma de vida –en cierto sentido- es directamente culpable del apocalipsis. Sólo alguien como Charlton Heston, ya por mérito propio uno de los mejores actores de la historia del Cine, sin causar el rubor o la sonrisa involuntaria que nos proporcionan otros héroes americanos de la subsiguiente era Reagan, podría enfrentarse a mundos tan aterradores y distópicos, pues otorga a cada una de las películas de la tetralogía mencionada un tipo especial de poder y resonancia duraderos y extrae el máximo partido a su singular personalidad: sus modos y maneras audaces, teatrales, con una presencia dominante y autoritaria, de gran despliegue físico, intensidad emocional y dramatismo[5]Neville, en manos de Heston, no está lejos de sus recreaciones de Ben-Hur, Amos Dundee, Marco Antonio, Long John Silver o incluso Sherlock Holmes..
Podemos volver, en cualquier caso, una vez más, al antedicho inicio: la película comienza con Heston, ataviado con unas gafas de sol, patrullando las solitarias calles de una ciudad postapocalíptica del siglo XX en su descapotable rojo. Corre por los bulevares llenos de basura y cadáveres, escuchando el tema de Max Steiner A Summer place[6]La importancia de la música, en esta película, es innegable. No sólo por lo significativo que es el uso de la canción de Max Steiner (que habla de un lugar especial donde uno se siente siempre como si fuese verano, con la seguridad y calidez de esa estación, incluso bajo la lluvia o las tormentas. Libre, en fin, de preocupaciones), sino también por el hecho de que las dos canciones que van a predecir, así lo sabremos luego, la primera escena de acción y horror, serán Coming Into Los Angeles, de Arlo Guthrie, y Rock ‘n’ Soul Music, de los Country Joe & The Fish., escrito para la película homónima de 1959. Entonces ve una figura sombría moverse en la ventana de arriba de un edificio cercano y, ante nuestro asombro, empuña una ametralladora con la que le dispara. Es difícil imaginar inicio mejor para una película: primero, un sentimiento bien articulado de soledad y aislamiento (potenciado por las épicas tomas aéreas a larga distancia), y luego, el terror… e incluso un poco de humor cuando Heston, al que luego conoceremos como singular defensor de la raza humana, se desata sobre un enemigo de forma tan abrupta. Junto con la heroica y emocionante banda sonora de Ron Grainer (que cuenta, entre sus músicos, nada menos que con Clare Fischer o Milt Holland), este momento del filme de Sagal es superlativo. Si alguna vez se quiere analizar, más en serio de lo habitual, la mística de Heston, sería, sin duda, el lugar por el que yo empezaría.
Pero vayamos ahora al momento de la película en el que, un día, mientras Neville pasea por la ciudad, se encuentra inesperadamente con una compañera superviviente llamada Lisa (Rosalind Cash), que, con su clásico peinado afro y su actitud, casi a la manera de una Angela Davis, parece formar parte del Black Power. Por cierto que, con ella, Heston protagonizará más adelante la primera escena de relación sexual interracial del Cine[7]Aunque no el primer beso en televisión, que figuró en un episodio de Star Trek de 1968, titulado «Los hijastros de Platón», donde se ofreció a los espectadores un beso entre el capitán Kirk (William Shatner) y Uhura (Nichelle Nichols)., en un momento de gran agitación social entre el movimiento de liberación de la mujer y los avances en los derechos civiles. La bella Lisa está aliada con un brillante estudiante de medicina, Dutch (Paul Koslo) y varios niños. Ninguno de ellos –salvo el hermano de Lisa (Eric Laneuville), que acusa ya los primeros síntomas- se ha visto afectado por la plaga, pero podría transformarse en cualquier momento. Cuando Neville se da cuenta de que la humanidad podría volver a tener un futuro gracias a este reducido grupo de seres humanos, redobla sus esfuerzos para producir una vacuna contra el germen que ha destruido casi toda la vida en la Tierra: esto es, que la clave para destruir la plaga pasa por su propia sangre impoluta.
A partir de aquí, encontramos dos películas en una, algo que, lejos de mermar la calidad del conjunto, pienso que la encumbra. Por un lado, la extraordinaria primera parte, con Heston vagando en solitario por una vasta jungla urbana de cristal, cemento y metal[8]Inevitable encontrar un antecedente en el inicio de la también espléndida The World, the Flesh and the Devil (Ranald MacDougall, 1959), en el quevemos a Harry Belafonte recorrer las calles de una Nueva York vacía, cuyos habitantes han muerto, pasto de un virus., que tiene su cénit en el visionado de Woodstock en un cine vacío y la frase ya no se hacen películas como esta. No es sólo un comentario sarcástico que revela lo inútil y vacía que se ha vuelto la vida de Neville, así como lo imposible que es olvidar el pasado y a los muertos, sino una extraña, gloriosa paradoja: el conservador Heston, solo en el fin del mundo, podría conformarse, incluso, con la compañía de los hippies y su prédica. Al hacer que Neville acepte y repita las palabras de Woodstock, la película le sitúa conscientemente en el papel de defensor de la humanidad. De una humanidad desordenada, digamos, que añora lo tangible, los conflictos e incluso las necedades de su especie. Neville vuelve a visionar Woodstock y lo celebra, llorando a la humanidad. Es una escena tensa, irónica y, pienso, también conmovedora.
O, si queremos, ese otro momento ejemplar, al principio de la película, que nos muestra a Heston buscando a la Familia en el vacío Hotel Premiere: atraviesa un elegante vestíbulo, ornado con una gran lámpara de araña y, a continuación, pasa a un comedor en el que todavía hay una larga mesa puesta con la mejor vajilla y mantelería. Una vez más, la vajilla de lujo, las cortinas doradas con volantes y las lámparas ornamentadas parecen carecer de importancia ante la extinción. A esa idea asumo que apuntan los efectos visuales de la escena: el hombre ha seguido el camino del dinosaurio y sólo quedan esas formas y figuras vacías en tierra yerma, manojo de imágenes rotas en las que el sol golpea. Muchos de estos momentos vibran con la idea entusiasta de un mundo totalmente decorado pero despoblado, así como con la cáustica ira de Neville por su propio destino. El instante en el que ve un calendario pin-up en la pared de un concesionario de coches y tiene que arrancarlo. La sexualidad pertenece a los hombres huecos. Ahora, el ser humano ya no puede soportar tanta realidad.
Pero algo cambia, como apuntaba antes, en la segunda parte, nada más encontrar a Lisa y al resto de supervivientes no mutados. No sólo porque, entonces, El último hombre… vivo prospera como película de acción a la vieja usanza –la emocionante huida en moto, gracias al ejemplar montaje de William Ziegler (La Soga, My Fair Lady…), en el Dodgers, marcada por la exquisita partitura de Grainer, y que culmina con un salto a cámara lenta, o el suspense de otras escenas posteriores- sino porque, de súbito, muchas connotaciones del filme pertenecen al ámbito de lo religioso. Supongo que, para no variar, la mayor parte de la ira y las críticas dirigidas a la película, a lo largo de los años, tienen que ver precisamente con esto. El final, a diferencia del de la novela y la primera versión, es, en efecto, abiertamente sacro: Lisa, ya mutada, deviene una suerte de Judas, y traiciona a Neville ante Matthias, quien a su vez interpreta a San Longinos, que lancea al Salvador. La sangre redentora de Neville, que se sacrifica, antes de morir, hará que sus amigos hippies hereden la Tierra, frente a los exaltados contraculturales de Matthias.
Toda esa última parte, antes de los créditos, está ideada con envidiable perfección: el científico permanece clavado en una fuente de arte moderno –otro símbolo del progreso que tanto irrita a los fanáticos de la Familia-, fuera de su apartamento, y, mientras muere, envuelto en el charco de su propia sangre, adoptará la pose de Jesucristo en la cruz. Pero para llegar a este vigorizante final, hemos atravesado antes un camino que ha sido previamente allanado desde el principio, aunque no hayamos sido conscientes. Por ejemplo, aquel momento en que una niña mira a Neville con admiración y le pregunta si es Dios. Me resulta muy difícil entender, por todo ello, el argumento de algunas críticas vertidas contra la película: ¿qué hay intrínsecamente malo o equivocado en la comparación de Neville con Cristo? En primer lugar, ambos mueren por los pecados del mundo, dando a la humanidad una segunda oportunidad. En Juan 1:7 está escrito: y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. En el caso de Neville, su sangre también limpiará a la humanidad de la peste, del pecado de la guerra bacteriológica hecho carne. Los acontecimientos de la película sirven, en cierto sentido, a modo de historia del origen de cómo la humanidad habría tenido una segunda oportunidad.
Pero, además, el versículo de Juan citado comienza, en realidad, con las palabras: si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros. A lo largo de la película, Neville es asociado con la luz, así como la Familia es asociada con la oscuridad. Neville sólo opera de día, y preserva también la luz del conocimiento: de la literatura, el arte, la medicina y la ciencia. Estas dos últimas son, de manera precisa, las que permiten a Neville compartir su sangre vivificante. La pose de la Crucifixión no sólo funciona temáticamente, sino lo mismo en términos de la Historia y de lo que estos personajes presencian y llegarán a recordar, empezando por esa niña (Jill Giraldi) que pregunta si Neville es Dios. Quiero pensar que, si la saga hubiese continuado, veríamos que ella crece y le habla a sus hijos del hombre cuya sangre salvó a la raza humana. De aquel Dios o, al menos, Salvador. El final de El último hombre… vivo es perfecto para la historia particular de este salvador. Tras haber pasado años solo en el desierto de Los Ángeles, regresa a la humanidad y encuentra la redención tanto para sí mismo como para su pueblo. Ha pasado de la hostilidad y la no pertenencia a salvar a la raza humana. Además, la elección de Heston, otrora Moisés, confiere una enorme validez a esa interpretación religiosa o mitológica de la vida de Neville.
Viendo la película, incluidas las proféticas palabras del promotor de Woodstock, Artie Kornfeld –si no podemos vivir juntos y felices, si tenemos miedo de pasear en la calle o sonreírle a alguien, ¿qué clase de vida es esa?-, uno diría, tras la enfermedad por coronavirus que ha exterminado a millones de personas –como en la película, resultado de la temible experimentación de alto riesgo en manos de ciertas superpotencias- y dominado los titulares en nuestro pasado más inmediato, que, entre todo aquello en lo que Hollywood y los escritores saben desempeñarse, y muy bien, está el hecho de sugerir escenarios futuros que podrían suceder. Algo parece inverosímil en una película, hasta que ocurre en el futuro real. Incluso cuando, en los últimos veinticinco años, dos magníficas películas han tenido tramas relacionadas con virus mortales que apenas causaron, en su día, conmoción entre el público –me refiero a Estallido (Wolfgang Petersen, 1995) y Contagio (Steven Soderbergh, 2011)-, ha tenido que ser, en el clima actual, después de los confinamientos y los contagios masivos en todo el mundo, cuando, tanto una como la otra, sean redescubiertas a través de las plataformas digitales, deviniendo, sin duda, mucho más populares que en su estreno.
Empero, vista hoy, tengo para mí que El último hombre… vivo es mucho más postapocalíptica y terrorífica en la concepción del virus y sus consecuencias[9]Por cierto que la de Sagal no fue la única película sobre un contagio en 1971: recordemos que competía con otra obra maestra, La amenaza de Andrómeda, dirigida por Robert Wise, aunque con un final mucho más sombrío y pesimista. Eso sin olvidar la reivindicable No Blade Of Grass (1971), dirigida por el antiguo ídolo de la pantalla Cornel Wilde, en la que la catástrofe que aniquila la mayoría de las variedades de cereales en todo el mundo está causada por una forma de contaminación química. Señal hacia dos obsesiones del público de entonces, que iban a aflorar a menudo en la ciencia ficción de los setenta: la contaminación y la posibilidad de la guerra bacteriológica, que tendían a sustituir a la bomba atómica como fuente de material explotable. que los argumentos de cualquiera de las dos anteriores. La obra maestra de Sagal es, primero que nada, una cápsula del tiempo que explora tanto el futuro como el reciente y turbulento pasado. Las palabras del líder espiritual de Woodstock son, pues, también el predicamento de Neville en este huxleyano nuevo mundo en el que bebe bourbon y juega al ajedrez con una estatua de Julio César. Es, temporalmente, un último imperator. No hay duda de que, en estos tiempos convulsos, la tentación de escribir sobre distopías ha reaparecido. Si la criminal Familia –de innegable parecido, por cierto, al grupo de Manson- triunfa, la vida después de la caída del hombre no será sino un nuevo y terrorífico orden, donde todo aquello que tiene valor será quemado y destruido, desde el arte a la literatura, pasando por la escultura. Esta Familia dejaría a la Tierra en una nueva Edad Oscura sin belleza, sin imaginación ni pasado y, por tanto, sin potencial. Ese es el Infierno, por así decirlo, del que Neville, bendito sea, libra al mundo. Y por eso su épica, emocionante crucifixión como cierre.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Aunque no debemos olvidar, no precisamente por su calidad, otras versiones perpetradas, más adelante, como I am Omega (2006) o Soy Leyenda (2007), que protagonizarían nada menos que los temibles Mark Dacascos y Will Smith. |
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↑2 | Escena que contrasta con la de Cuando el destino el alcance (Richard Fleischer, 1973), completamente opuesta, donde el actor patrulla calles superpobladas de masas que anhelan respirar libres o, al menos, conseguir una buena comida. Sagal, al parecer, rodó el inicio de El último hombre… vivo muy temprano, en el distrito financiero, un fin de semana, y contó con la ayuda de la policía local. |
↑3 | El hecho de que Blatty, poco antes de escribir su magnífica El Exorcista, se encargase de perfilar el guion, le otorga un cariz agradecidamente religioso. No se trata, una vez más, de un intento de evangelizar a través del terror, sino de exponer las posibilidades de librar a la sociedad de un secularismo sin Dios que socava las sociedades modernas. |
↑4 | Que volvía a reunirse con Heston, después de Sed de mal (Orson Welles, 1958) y demostraba su uso distintivo de la luz y la sombra, así como su gama de efectos que van desde el dramático claroscuro hasta los delicados dibujos, contribuyendo a la necesaria atmósfera de angustia y paranoia. |
↑5 | Neville, en manos de Heston, no está lejos de sus recreaciones de Ben-Hur, Amos Dundee, Marco Antonio, Long John Silver o incluso Sherlock Holmes. |
↑6 | La importancia de la música, en esta película, es innegable. No sólo por lo significativo que es el uso de la canción de Max Steiner (que habla de un lugar especial donde uno se siente siempre como si fuese verano, con la seguridad y calidez de esa estación, incluso bajo la lluvia o las tormentas. Libre, en fin, de preocupaciones), sino también por el hecho de que las dos canciones que van a predecir, así lo sabremos luego, la primera escena de acción y horror, serán Coming Into Los Angeles, de Arlo Guthrie, y Rock ‘n’ Soul Music, de los Country Joe & The Fish. |
↑7 | Aunque no el primer beso en televisión, que figuró en un episodio de Star Trek de 1968, titulado «Los hijastros de Platón», donde se ofreció a los espectadores un beso entre el capitán Kirk (William Shatner) y Uhura (Nichelle Nichols). |
↑8 | Inevitable encontrar un antecedente en el inicio de la también espléndida The World, the Flesh and the Devil (Ranald MacDougall, 1959), en el quevemos a Harry Belafonte recorrer las calles de una Nueva York vacía, cuyos habitantes han muerto, pasto de un virus. |
↑9 | Por cierto que la de Sagal no fue la única película sobre un contagio en 1971: recordemos que competía con otra obra maestra, La amenaza de Andrómeda, dirigida por Robert Wise, aunque con un final mucho más sombrío y pesimista. Eso sin olvidar la reivindicable No Blade Of Grass (1971), dirigida por el antiguo ídolo de la pantalla Cornel Wilde, en la que la catástrofe que aniquila la mayoría de las variedades de cereales en todo el mundo está causada por una forma de contaminación química. Señal hacia dos obsesiones del público de entonces, que iban a aflorar a menudo en la ciencia ficción de los setenta: la contaminación y la posibilidad de la guerra bacteriológica, que tendían a sustituir a la bomba atómica como fuente de material explotable. |