Aún quedan unos días para la Navidad propiamente dicha. Lo cual no es óbice para que algunos lleven comiendo turrón desde hace dos meses, pues la campaña de consumismo cada vez se adelanta más. Aunque lo de comprar turrón fuera de la temporada original ya no le resulta raro a nadie. Que se lo digan a los madrileños, que llevan años viendo abrir una tienda tras otra dedicadas exclusivamente a la venta de este producto. Yo, particularmente, soy partidario de dedicar ciertos caprichos al momento para el que fueron concebidos. Y no porque sea un conservador partidario de defender las tradiciones en su forma más purista y nacional (me descacharro sólo de pensarlo), sino porque una de las máximas más valiosas que evitan que mi existencia se agríe es que hay un tiempo para cada cosa; los placeres reservados y esperados son los que mejor se disfrutan. Y esto debería ser más importante para aquellos que no gozamos de la temática religiosa que marca ciertas festividades, pues sólo podemos disfrutar de lo que las acompaña. ¿Qué encanto puede tener la Semana Santa para un no creyente que come torrijas todo el año? Es broma, pues en el fondo envidio a quienes tienen fe. Pero a lo que voy es que la esencia de muchas celebraciones se ha diluido y en el caso de la Navidad el nivel es atroz. Una época del año que se dedicaba a reencontrarse con familiares y gente querida para disfrutar del calor humano en una estación fría (ya que cualquier origen que se quiera dar a estas fiestas tiene lugar en el hemisferio norte) y que habría de servir precisamente para celebrar y hacer un paréntesis en nuestras obligaciones y nuestros desvelos, ha acabado convirtiéndose en todo lo contrario: una rutina estacional plagada de compromisos. ¿Y cómo ha sucedido esto? Pues gracias a una pérdida progresiva de la voluntad y, sobre todo, de AMOR, ya que las reuniones que en estas fechas se hacían gustosamente en muchos casos se han tornado en meros compromisos no deseados. Y tiene guasa que sea yo quien diga esto, dado que soy el más claro ejemplo del profundo desapego individualista de los tiempos que corren.
Mas, por fortuna, soy consciente de mis carencias y considero mi nihilismo más como un virus persistente que como parte de mi raison d’être. Por tanto, he creado mis propias tradiciones y, para no acabar siendo un Lipovetsky de la vida, la Navidad se ha convertido casi en uno de mis mayores propósitos anuales. Que le den al Año Nuevo; ¡hay que sobrevivir al final! De este modo, voy confeccionando una serie de rituales que me hacen bien. El primero es reunirme con gente de mi entorno, aunque a priori no me apetezca, porque sé que las bondades de la soledad son limitadas y poco se aprende y se disfruta sin la experiencia compartida. Y el resto de mis costumbres navideñas van destinadas a ambientar y ocupar mi tiempo de ocio en la intimidad. Y aunque hace poco descubrí que se hacen videos porno con temática navideña (así cómo no se va a ir al garete el espíritu de las fiestas), mis inquietudes son más bien de carácter cultural. Así que hace años que en esta época tengo como banda sonora el Christmas Album de JethroTull (reeditado recientemente) y cierta colección de literatura y cine clásico navideño. Y después de esta introducción terriblemente personalista (en la que busco que alguien se identifique), quisiera hablar de mi nuevo refugio navideño. Nuevo como tradición, pero que ha sido un auténtico placer releer. Y es que los clásicos nunca fallan. Así pues, hablemos de El carbunclo azul.
Pero antes quiero decir algo sobre el título de este relato. Y vuelve a ser algo personal. Porque la única vez que me he encontrado con la palabra «carbunclo» ha sido en este caso de Sherlock Holmes. Lo cierto es que cuando lo leí tenía yo doce años y tuve que recurrir a la enciclopedia Larousse para saber qué puñetas significaba. Resulta que un carbunclo no es otra cosa que un rubí y debe este nombre al parecido con un pequeño carbón ardiente. Pero si es azul ya no debería ser un carbunclo como tal, pues cualquier corindón que no sea rojo se considera zafiro. Es decir, que el título original del relato es The adventure of the blue carbuncle y la traducción se hizo tan literalmente que a un hispanohablante le explota la cabeza. Todavía más si se encuentra con alguna edición que lo traduce directamente como El rubí azul. Vamos, que el título en castellano tendría que haber sido El corindón azul. Sólo cabía otra posible traducción más absurda y era llamar al relato El ántrax azul. Aclarada mi neura, seguimos.Y puede que quien haya intentado iniciarse en la obra original con alguna de las novelas (exceptuando El sabueso de los Baskerville) se haya visto sobrepasado por una falta de ritmo que desmerece al conjunto de la obra. Por eso recomiendo empezar con Las aventuras de Sherlock Holmes. Y una de las más emblemáticas es la que nos ocupa. Una que empieza cuando Watson va a visitar a Holmes dos días después de Navidad para felicitarle las fiestas. El doctor encuentra evidencias de que su amigo ha estado haciendo averiguaciones a propósito de un sombrero ajado que cuelga en la esquina del respaldo de una silla, por lo que le pregunta por el crimen a resolver. Pero Sherlock aclara que no se trata de crimen alguno, sino de «uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos a cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas». Es más, dice que pertenece a la misma «categoría inocente» que otros tres casos anteriores ya relatados por Watson, siendo uno de ellos aquel en el que aparece la famosa Irene Adler. ¿Y en qué consistía este nuevo misterio? Pues resulta que el sombrero, junto con un ganso cebado, fue entregado a Holmes por Peterson, un recadero, la mañana de Navidad. Este último presenció la noche anterior una trifulca en la que el dueño del sombrero y el ganso salió huyendo y los maleantes que le atacaron escaparon al ver aparecer al recadero. Así pues, recogió las pertenencias abandonadas y decidió llevárselas al detective.
Sobre la identidad del propietario no se conoce más que su nombre por las iniciales «H. B.» en el forro del sombrero y una tarjeta atada a una pata del ganso que dice «Para la señora de Henry Baker». Sin embargo, Holmes ya ha averiguado varias cosas personales de este individuo analizando (con lupa) su sombrero. Y aquí es cuando tenemos una de esas famosas situaciones en las que Holmes relata sus conclusiones al fiel Watson, quien es incapaz de seguirle y gracias a ello somos testigos del relato del proceso deductivo. Pero aún con esta información y siendo que no se ha cometido ningún delito, Watson no entiende el motivo de la investigación. Y es justo entonces cuando irrumpe en la habitación el recadero con una nueva evidencia. Antes de la visita de Watson, Peterson se había llevado el ganso para aprovecharlo y su mujer había encontrado algo en el buche del ave. Nada menos que el «carbunclo azul». La joya en cuestión había sido robada el 22 de diciembre a una condesa en el hotel en el que se alojaba. Y el supuesto ladrón era un fontanero que realizó un trabajo en la chimenea de la habitación de la condesa. Ahora ya sí que tenemos un misterio; Holmes y Watson entran en acción. Ponen un anuncio en varios periódicos para que el tal Henry Baker acuda al 221B de Baker Street. El anuncio cumple con su cometido y tras la entrevista con el señor Baker, en la que obtienen información nueva y se confirma todo lo que Holmes dedujo del sombrero, salen a las calles heladas de Londres a seguir las pistas.
Todo lo que ocurre a continuación voy a dejar que lo descubran leyendo el resto de la aventura, porque es realmente singular. Como ya dice Holmes al principio del relato, no se trata de un crimen que haya que castigar. El carbunclo azul es un perfecto cuento victoriano de Navidad. En esta aventura desenfadada encontramospersonajes propios de una comedia burlesca y situaciones y diálogos bastante divertidos que hacen de ella una joya (no sé si un carbunclo) con un brillo especial dentro del canon holmesiano. Y el final es sublime, cuando el detective considera su trabajo por concluido y dice tras coger su pipa: «…estamos en época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente». Hasta el personaje más lógico y cerebral de la literatura comulga con el espíritu de la Navidad. Por eso aprovecho estas fechas para recomendar este relato en especial y, por supuesto, todo el resto de la obra de Doyle protagonizada por el detective por antonomasia. ¡Feliz Navidad!
Título: Las aventuras de Sherlock Holmes |
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