Aquellos carámbanos afilados como dientes de fiera, goteando al escuálido sol de una mañana que no terminaba de eclosionar, impedían que Violeta se decidiese a salir del edificio. No era por miedo al frío o a patinar con el hielo: era por pánico a cualquier cosa que se pareciera a un tiburón.
Todo había empezado en su bañera infantil, aunque ella era apenas un bebé y no conservaba un recuerdo nítido: tan solo el del terror a la boca desgarradora del pez azul con el que intentaban, paradójicamente, que no llorase durante el ritual diario de agua y espuma.
Mordió la manzana del desayuno y un escalofrío incrementó su malestar. La imagen de otra mañana, ya perdida en el tiempo, atravesó sus recuerdos.
―Mami, ¿qué es una quimera?
―Un sueño imposible, cariño.
Pero la enciclopedia aseguraba que, además, era un monstruo de tres cabezas y un espantoso pez abisal.
Sabía que terminar el puzle que abriría su futuro era cuestión de coraje. Tenía las piezas frente a ella: más allá de aquellos dientes que no eran dientes estaba su quimera. Sólo tenía que pisotear el absurdo recuerdo de un juguete de plástico.
Un alarido a su espalda, que cualquier otro día hubiera fragmentado la claridad de su pensamiento en mil cristales, esta vez la espoleó. Había llegado más lejos que nunca y no estaba dispuesta a retroceder. La tierra del ficus del hall recibió otra pastilla burlada a la vigilancia de sor María. Respiró hondo, se arrebujó en su chaqueta y dio un paso adelante. Después otro. Abrió la puerta. Salió al porche y, temblando, se detuvo bajo los chupones. Cerró los ojos y dejó que el deshielo la inundara.
Mientras escalaba aquellos muros que la separaban del mundo que le había sido arrebatado, imaginó al tiburón fundiéndose para siempre en un charco pegajoso y añil.